El modelo de libre empresa o de economía de mercado no puede dar sus frutos cuando se le deforma o erosiona. Los privilegios y la falta de certeza jurídica, son deformidades críticas.
La Constitución nos define, en sus artículos 118 y 130, como una economía de mercado en la que el Estado puede tener un papel de “orientador”, de “distribuidor” en pos de la equidad y la justicia social, y subsidiario respecto de la iniciativa y la actividad privadas. Quizás sea eso que hoy algunos dan en llamar una “economía social de mercado”, idea que da lugar a que del centro a la izquierda se enfatice lo social y del centro a la derecha se remarque el mercado. Así somos los seres humanos.
Por otro lado, cuando en la Constitución se tratan los derechos individuales, se reconocen los de propiedad privada y de comercio e industria, sujetos a lo que dispongan las leyes, a motivos sociales, al desarrollo e interés nacional y cosas así. Es decir, la regla general es la propiedad privada y la libre empresa, con la posibilidad de que quepan excepciones fundadas en algunos de esos motivos.
Son múltiples las opiniones sobre cómo ese modelo se haya materializado en la realidad. Algunos hay que afirman que, contrario a lo previsto en la Constitución, el Estado se ha metido en todo, menos en aquello que le compete, y otros sostienen que del Estado no queda nada, más que lo que los grupos de interés especial manipulan y maniobran para su propio beneficio.
Seguro estoy, estimado lector, de que usted tiene su opinión y de que yo nada puedo hacer aquí para cambiarla, sino solamente estimularlo a reflexionar sobre dos aspectos que, creo yo, debieran preocuparnos. El primero es la imposibilidad de progresar en la contradicción y, el segundo, la necesidad de encontrar un punto de equilibrio.
Es menester reconocer que una economía de mercado puede desarrollarse, incluso, cuando se soportan altas cargas tributarias. Mientras estén basadas en reglas iguales para todos y tengan carácter general, esto es posible. Otra cosa es cuál sea el nivel óptimo de carga tributaria respecto de la eficiencia económica y cómo se le pueda determinar a lo largo del tiempo. Pero con una claramente establecida y delimitada libertad de emprender, de actuar y de salir de los mercados, una economía abierta puede aguantar lastres importantes y hay algunos casos que así lo demuestran, como el de Suecia, por ejemplo (una vez que abrió y liberalizó su economía).
No es posible, sin embargo, que el modelo de libre empresa o de economía de mercado dé sus frutos cuando, por un lado, las reglas del juego son desiguales y la garantía de las inversiones, precaria. Cuando unos sectores tributan más y otros menos; cuando algunas actividades gozan de protecciones especiales y otras no; cuando las autoridades aplican las reglas del juego dependiendo de cómo o de cuándo sea políticamente correcto o cuando grupos de inconformes pueden poner en juego inversiones cuantiosas, al margen de las reglas vigentes y a ciencia y paciencia de las autoridades, es imposible que el modelo de libre empresa o de economía de mercado rinda frutos suficientes.
Así, el fracaso del modelo se vuelve una profecía cuando se le erosiona por todos lados. Pero la solución no está, entonces, en organizar treinta bloqueos a nivel nacional, en ocupar proyectos agrícolas o en sabotear emprendimientos energéticos. Tampoco está en tratar de crear, mediante legislación discriminatoria, subsectores protegidos o “blindados”. No. El acierto estaría en remover los elementos que deforman el modelo, intentando llegar a un equilibrio razonable. Nunca será el perfecto ni totalmente satisfactorio para todos, pero sin esa situación que suele describirse como “régimen estable”, no hay modelo que valga.
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