El problema de la impunidad no está en las redes de “mercaderes del poder”, sino en las redes de los que trabajan para los sistemas de control, de fiscalización, de acusación y de justicia.
Desde hace casi una década Guatemala ha tenido a la CICIG y el proceso de su gestación tomó algo así como dos años. Durante la mayor parte de esos diez años los líderes gubernamentales, políticos y sociales del país se acomodaron a una situación en que surgía, de cuando en cuando, alguna investigación que podía o no tener, como el “caso Rosenberg”, gran impacto mediático y revuelo político.
Hay casos de casos entre el liderazgo nacional pero, en general, ese “acomodarse a la CICIG” y a su presencia en Guatemala es, me parece, una de las más tristes manifestaciones de “la enfermedad Guatemalense”, porque es inexplicable que pase toda una década y que aquellos que han hecho gobierno y dirigen las instituciones políticas del Estado no haya logrado encontrar algunos consensos mínimos para remover las causas de la impunidad. Tan inexplicable que más bien parece que no les ha dado la gana y, ahora, que son ellos mismos los investigados y procesados, ¿no es ya muy tarde?
Pero, ¿qué es, verdaderamente, la impunidad? Yo opino que la comprensión de las cosas se complica porque, a lo que en realidad debiera llamársele “redes de corrupción organizada” el MP ha designado como “organizaciones criminales incrustadas en el Estado”. No se trata de algo así pues, en la vida real, no parece ser que personas como las que están actualmente sujetas a proceso penal, ya tuvieran una “organización criminal” y, luego, consiguieron incrustarse en el Estado –o en sus órganos de gobierno. Más bien da la impresión de que dos o tres sujetos por aquí y dos o tres sujetos por allá descubrieron un buen día que el poder puede “comprarse y venderse”; es decir, sabiendo que es ilegal, descubrieron que el poder puede usarse para beneficio personal y lucrativo porque, primero, no es así de fácil que se detecte la comisión de un acto de corrupción “bien disfrazado” y, si se detectara, pues existe cierto acceso a otros actos de corrupción para conseguir que los actos de corrupción que fueren detectados, queden impunes.
Para eso, por supuesto, se necesita armar una “red”. La red necesita de quienes diseñan “el producto” (una licitación para obras públicas, plazas fantasmas, consultorías y asesorías inexistentes, suministros para el sector salud o el de educación, etcétera, etcétera); también ha menester de quienes lo revisten de apariencia de legalidad, de quienes lo “mercadean”, de quienes lo adquieren y explotan y, naturalmente, de quienes lavan los beneficios. Ahí para la cosa, si todo sale bien.
Cuando algo sale mal, se recurre a otra u otras redes. Estas son redes especializadas en el producto llamado “impunidad”. Abarcan funcionarios que están en órganos contralores o fiscalizadores, a fiscales y, por supuesto, a jueces y magistrados. Si la red no cuenta con algunos funcionarios judiciales estratégicamente ubicados, su producto es de segunda.
¿Cómo y cuándo se armaron estas redes? Pues poco a poco, según los “promotores” fueron descubriendo más y más oportunidades de lucrar con la “comercialización del poder” impunemente.
Pero, mire usted que interesante: el problema de la impunidad no está en las redes de “mercaderes del poder”, sino en las redes de los que trabajan para los sistemas de control, de fiscalización, de acusación y de justicia.
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