Procurar negociar y abarcar todos los problemas del Estado y de sus ciudadanos a través de una constitución puede ser un anhelo bienintencionado, pero no es viable.
Me he percatado de que, para un buen número de analistas políticos, los antecedentes de una constitución son tan importantes o a veces más, que los contenidos de la ley suprema del Estado.
Me refiero a que con mucha frecuencia se valora tanto o más que el texto constitucional, si el proceso constituyente ha sido, por ejemplo, verdaderamente “incluyente” o si la asamblea o convención constituyente se ha integrado por una verdadera “pluralidad” de visiones, de preferencias, de ideologías, etcétera.
Obviamente se piensa que, de ese modo, la norma fundamental del Estado, una vez vigente, irradiará cierta autoridad pues, así se cree, encarnará un “gran pacto social”. No son pocas las ocasiones en que he escuchado a algunos analistas y a algunos juristas afirmar que la Constitución de Guatemala goza de esas características. Inmediatamente a continuación comentan que, si no ha funcionado, es por culpa de los funcionarios y de los políticos que debían haberla hecho valer, de las “personas”, y no de la Ley Fundamental.
Muchos que así opinan han llamado a la etapa de la historia de Guatemala, desde la promulgación de la constitución vigente, “la era democrática”. Y eso plantea un problema valorativo complicado, creo yo. En efecto, ¿cómo es posible que la Constitución encarne un “gran pacto social” y que haya dado paso a “la era democrática” y, sin embargo, el Estado guatemalteco enfrenta una de las peores crisis de su historia?
La respuesta está, en mi opinión, en que no bastan las buenas intenciones ni la participación ciudadana, como tampoco unas elecciones limpias y cierto nivel de pluralismo, para que se promulgue una buena constitución. Una buena constitución debe, por supuesto, contar con un cierto mínimo de legitimidad democrática, pero eso no basta.
Después de más de un cuarto de siglo de estudiar y de reflexionar sobre este asunto he llegado a la convicción de que nuestra constitución es parte del problema, en buena medida porque los constituyentes del ochenta y cuatro, seguramente con las mejores intenciones, trataron de resolverlo todo ahí y para siempre. Pero según mi parecer una buena constitución no debe regular más que lo siguiente: primero, una cuantas reglas fundamentales que delimiten esa “esfera personal impenetrable” por los poderes públicos. Es decir, si creo o no en Dios y cómo le rindo culto; cuáles son mis ideas, de dónde las saco y mi derecho a expresarlas libremente; la libre disposición de mis bienes bajo reglas iguales para todos; en qué circunstancias y condiciones se me puede detener y someter a prisión; la libertad de ir y venir y de decidir el lugar de mi domicilio; la inviolabilidad de mi domicilio sin orden judicial; mi derecho de defensa ante jueces preestablecidos e independientes y de acuerdo con el debido proceso; mi libertad de emprender, de trabajar y de que mis contratos legalmente celebrados sean respetados por el Estado y hechos valer por la justicia, y poco más.
En segundo término, la conformación de los principales poderes del Estado –el Legislativo el Ejecutivo y el Judicial— y sus atribuciones y funciones, de manera que cada uno de ellos limite a los otros en caso de que actuaran infringiendo las reglas que deban observar, pero sin convertirse en un estorbo para el cumplimiento de sus funciones legales (como es actualmente en Guatemala). Y, por último, las reglas para reformar la Constitución, que debieran exigir unos procedimientos especiales. (Continuará)
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