Si las élites han fracasado, la causa principal de ese fracaso está en haber supuesto que el “desarrollismo” podía dar frutos, incluso, sin una tutela judicial efectiva y una libertad de elegir verdadera.
Esta frase del “fracaso de las élites” se ha repetido últimamente con mucha mayor frecuencia que durante los últimos treinta años, es decir, ese período de la historia reciente de Guatemala que suele llamarse “la era democrática”. Pero, ¿cómo puede saberse si las élites han fracasado y, en tal caso, qué significa que las élites hayan fracasado?
Algunos analistas se fijan en la pobreza puesto que, supuestamente, las élites se han propuesto que la población que vive en esa condición disminuya sensiblemente. Otros se fijan en la desigualdad pues, según ellos, una mayor homogeneidad social debe ser una meta que las élites deben procurar conquistar. Todavía otros ponen sus ojos en la notable disfuncionalidad de las instituciones públicas, ya que la edificación de un régimen en el que las instituciones públicas funcionen para lo que fueron instituidas ha de ser el principal logro de las élites de toda sociedad políticamente organizada.
Lo verdaderamente dramático de la situación que vive Guatemala en estos días es que, no importa cuál sea el criterio, si el de la pobreza, el de la desigualdad o el de la disfuncionalidad institucional del Estado, a juzgar por las circunstancias actuales, tendría que afirmarse que las élites han fracasado.
Ese fracaso no puede describirse, creo yo, en términos de que “todo está peor” que hace unas tres décadas. No sería verdadera una afirmación así de absoluta. Creo que los mercados financieros, de las telecomunicaciones (tan crucial en estos tiempos) y de la energía eléctrica, por ejemplo, son mucho superiores a sus antecedentes. También hay mayor libertad de prensa y las infraestructuras y servicios de la capital de la república, son mucho mejores y más confiables (las personas de mi edad o mayores puede recordar cuando la Avenida de la Reforma parecía un campo minado, no digamos otras calles y avenidas menos importantes). El régimen de importación y distribución de combustibles es mucho más eficiente y transparente que en las décadas anteriores a su liberación, a tal punto que hay casi toda una generación que no ha vivido aquellas colas larguísimas en las gasolineras porque la población sabía que se avecinaba o temía un desabastecimiento grave.
Pero todo eso no ha sido suficiente para contrapesar la sensación de que “las élites han fracasado”. Y ese fracaso se debe, en mi opinión, principalmente, a una “mentalidad desarrollista”. Con esto quiero decir que, quitando a unos pocos, la mayor parte de los integrantes de las élites políticas, empresariales, morales y religiosas, profesionales, intelectuales, etcétera, se preocuparon de que los poderes públicos fueran el “instrumento de desarrollo” principal en todos los ámbitos de la vida del Estado. Desde la industria hasta la cultura, desde la construcción de viviendas hasta la igualdad de género, la mentalidad de las élites fue que el Estado asumiera el papel de factótum.
El gran error de las élites fue suponer que esto fuera posible sin un Poder Judicial, verdaderamente garante de la constitucionalidad y de la legalidad de régimen y de la tutela de los derechos y libertades de los ciudadanos, y sin la libertad civil fundamental de “elegir y ser electo”. Deslumbrados por esos afanes “desarrollistas”, dejaron que el Poder Judicial fuera capturado por los grupos de interés y que la libertad de elegir y ser electo fuese anulada por el oligopolio de los partidos políticos. Así, en poco tiempo el desarrollo de la nación fue desplazado por los intereses sectoriales, la corrupción y la violencia.
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