Las reglas constitucionales no deben pretender abordar todos los problemas de una sociedad, sino proporcionar el marco para que puedan irse atendiendo por los órganos del Estado, sin alterar el ámbito de los derechos fundamentales de las personas.
Decía que intentar negociarlo todo y plasmarlo en la constitución para que dure por los siglos de los siglos, no es buena idea. Una prueba viviente de ello es nuestra Constitución Política. Como las circunstancias, las preferencias y las visiones del mundo cambian constantemente carece de sentido intentar petrificar ciertas áreas de la vida social, económica o política del Estado que, si mucho, a lo mejor merecieran el consenso de una mayoría relativa de la Asamblea Constituyente cuando la misma se llevaba a cabo y, sin embargo, se optó por intentar regularlo todo.
En cambio, basta con proteger esa “esfera de derechos fundamentales de la persona”, que debe ser impenetrable por los poderes públicos. Luego, deben estatuirse los órganos por cuyo medio el Estado tiene vida institucional y se van articulando (no inventando), paso a paso, las normas del derecho privado, formulando las del derecho público y, por supuesto, haciéndose valer las unas y las otras.
Hasta ahora, hemos tenido un régimen presidencialista en el que los frenos y contrapesos, para que “el poder limite al poder”, no han acertado a conseguir un equilibrio adecuado. Al ser un sistema unicameral en el que a los representantes se les elige por el sistema de representación proporcional a una vuelta, y al Presidente a dos vueltas, o bien se termina con una aplanadora o con “dos trenes” –El Legislativo y el Ejecutivo- que se dan de frente durante todo el período presidencial.
Si en cambio tuviéramos un sistema parlamentario, de la mayoría absoluta o de la coalición mayoritaria que se formara en el Congreso saldría el equipo de Gobierno y, mientras éste contara con la confianza de la mayoría parlamentaria pasarían dos cosas muy importantes, a saber: los proyectos del Ejecutivo tendrían que satisfacer las preferencias mayoritarias reflejadas en el Congreso y, en tal caso, gozarían de su respaldo.
Si, además, la Corte de Constitucionalidad y Poder Judicial ordinario fuesen integrados por magistrados y jueces cuya inamovilidad (a menos que violaran la Ley) les diera independencia verdadera, las reglas del derecho se harían valer de modo estable y predecible para los agentes económicos, los consumidores y los propios funcionarios públicos.
La Constitución Política en vigencia está a la raíz de la disfuncionalidad del Estado guatemalteco y, a menos que se reforme en aspectos como los aquí comentados, dentro de poco tiempo se tendrá una tercera gran crisis institucional (habiendo sido la de 1993 la primera). Comprendo que a muchos dé temor ir a una reforma más extensa de la Constitución, pero como no se haga del modo adecuado, dicha disfuncionalidad no se corregirá.
La obsesión por el desarrollo en sus múltiples facetas ha llevado a un “constitucionalismo romántico”, que impregna toda la Constitución y tiene su epítome en los Consejos de Desarrollo Urbano y Rural, que constituyen hoy en día una de las mayores fuentes de corrupción estatal. Las instituciones estatales deben comenzar por garantizar a los habitantes del Estado sus derechos fundamentales y por articular adecuadamente un proceso político que, paso a paso, según las preferencias ciudadanas se reflejen en cada momento en que les toque manifestarse, puedan o no ir abarcando más materias. Es absurdo que el Estado pretenda ofrecer a sus ciudadanos cosas como una Academia de Lenguas Mayas mientras deja que las maras los extorsionen, los aterroricen y, en el extremo, los asesinen.
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