El Amparo en nuestra jurisdicción es “un problema”. Quizás fuera un problema menos complejo si el Poder Judicial estuviera mejor organizado y la garantía constitucional de independencia de la función jurisdiccional no fuera más que una frase casi vacía de contenido, pero no es así. De hecho, en mi opinión, pocas combinaciones pudieron haber sido más problemáticas que las que coincidieron en nuestra Constitución.
En efecto, la situación ideal es que las reglas orgánicas y procesales de un ordenamiento jurídico sean acertadas y que los funcionarios judiciales administren justicia de modo eficaz e imparcial. Empero, cuando las reglas son defectuosas o los procedimientos son engorrosos, pero los jueces son independientes y pueden desarrollar una jurisprudencia consistente y estable en el tiempo, la solución está ahí, en la jurisprudencia. Al revés, es decir, buenas reglas – mala jurisprudencia, las cosas no salen bien. Pero en la Constitución de Guatemala la situación es todavía peor, porque las reglas no son buenas y una de sus consecuencias es que no exista la independencia judicial, cimiento básico de cualquier edificio jurisprudencial.
Es así que, en suma a que el amparo de Guatemala está mal regulado, se ha convertido en una traba sistémica, porque cabe en contra de resoluciones judiciales que no tienen carácter definitivo y, de esa manera, pretendiendo ser un corrector de la justicia ordinaria a cada paso, ha terminado ahogándola. Un sistema de justicia tiene que descansar, fundamentalmente, en la noción de que los jueces están para tutelar los derechos de las personas y que, si alguna vez los transgreden, es por rara excepción. Además, las leyes procesales prevén, ellas mismas, que las violaciones que puedan darse antes de la sentencia definitiva, puedan recurrirse, muchas veces, ante tribunales superiores.
No dudo que casi todo abogado litigante pueda esgrimir que haya sido por medio de algún amparo que lograra revertir alguna situación injusta; a cambio de eso, sin embargo, casi cualquier proceso puede dilatarse por años y, lo que es peor, sin garantía de la consecución de una verdadera justicia a nivel sistémico.
Algunos justifican que el amparo como quedó regulado se entiende como una reacción a una etapa previa de la historia jurídica del país. Una en la que cualquier requisito formal o procedimental era aprovechado por los tribunales competentes para rechazar de entrada los recursos de amparo. Esa actitud se explicaba, a su vez, por las presiones que los jueces sufrían cuando se trataba de asuntos de interés del Gobierno o de otros grupos de poder. Con un conflicto ideológico y armado como telón de fondo de esta situación, la falta de un amparo garantista –afirman sus defensores—se hacía sentir.
Puede que así sea. Sin embargo, las cosas han cambiado mucho y la historia ha vuelto a ser irónica. Ese amparo que se quería capaz de proteger a cualquier persona en cualquier situación se concibió tan amplio (“no hay ámbito que no sea susceptible de amparo”, dice la Constitución), que se ha tornado en un instrumento de impunidad. No digo que todos los amparos ni siempre conduzcan a la impunidad, sino que los nexos de causalidad entre los niveles de impunidad en el país y el uso del amparo como instrumento para lograrla, son muy claros.
La reforma integral del sistema de justicia que se busca sería incompleta si no se incluye una revisión del amparo de modo que se conciba, solamente, para rectificar injusticias que el sistema ordinario no haya corregido, y no para sustituirlo.
Sé el primero en comentar