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La Reforma y las ideologías.

Una reforma constitucional es, indiscutiblemente, un asunto político.  Tiene que ver, directamente, con el Estado, con sus órganos, con las reglas por cuyo medio se distribuyen competencias entre esos órganos y, todo ello, tiene que ver con el poder.  Por consiguiente, es inevitable que los agentes políticos, que incluye no sólo a quienes hacen gobierno, a los partidos y a sus líderes, sino también a los grupos de interés y a los promotores de causas varias, se involucren activamente.

Ahora bien, ¿tiene que ser una reforma constitucional, necesariamente, un conflicto ideológico? Opino que a ciertos niveles, no.  A ver si logro explicarme.  A estas alturas del partido se supone que ya existen ciertos consensos casi unánimes.  Por ejemplo, sobre el hecho de que los gobernantes ejercen ciertos poderes gracias al consentimiento de los gobernados; que los poderes que ejercen no son ilimitados; que los límites al poder se definen por las reglas del ordenamiento jurídico del Estado; que dichas reglas han de aplicarse por jueces independientes e imparciales y de modo consistente; y que el propio ordenamiento jurídico del Estado debe respetar ciertos derechos llamados fundamentales que, por su naturaleza, se consideran inviolables para toda persona.

Hoy en día, entonces, se entiende que se ha superado un nivel básico de discusión política y que los debates ideológicos se presentan a otros niveles.  En ese sentido, mi impresión es que las reformas que se han puesto sobre la mesa no son de carácter ideológico, o no debieran convertirse en eso, so pena de que fracasen para ruina de Guatemala.

Sin embargo, como el Estado guatemalteco está en una situación patológica, la reforma constitucional propuesta también se ha ideologizado.  Y eso, a mi parecer, ha ocurrido por dos lados: por el del establishment económico y por el del establishment político.  Al primero preocupa que se altere el equilibrio precario y con altibajos que, no obstante, ha logrado mantener aproximadamente desde la Constitución de 1956, y al segundo preocupa que el poder judicial (no el Organismo) deje de ser, a la vez, un poder financiero.

Las propuestas específicas que generan esas preocupaciones se refieren, la primera, a la creación explícita y reconocimiento implícito, de las jurisdicciones de las comunidades integrantes de los pueblos indígenas y de su derecho consuetudinario (no existe de otra forma, creo yo, y lo que en el Artículo 66 se reconoce actualmente son las “costumbres”, cosa muy distinta). La segunda, a la creación del “Consejo de Administración Judicial”, que es ya una versión rala del “Consejo Nacional de Justicia”, que apartaría a la Corte Suprema de Justicia (principalmente a su Presidente) de la gestión financiera del Organismo Judicial.

A mi parecer, las izquierdas (pidiendo perdón anticipadamente porque las generalizaciones son siempre injustas) han cometido el error de intentar manipular lo relativo a la jurisdicción de las llamadas “autoridades ancestrales”, para llevarla más allá de las personas que integran la comunidad y de las materias de los conflictos que entre ellas se suscitan y, de ese modo, han puesto en peligro toda la reforma del sistema de justicia del Estado.  Por otro lado, los intermediarios del sistema político, dándose cuenta de cómo cambiarían radicalmente los incentivos para ser magistrado de la Corte Suprema de Justicia (se interesarían verdaderos juristas, enfocados en la administración de justicia y punto), quisieran evitar “la muerte de un ámbito de intermediación” (jugoso, por cierto). Ojalá que todo esto no termine por malograr la reforma, para ruina de Guatemala.

Ciudad de Guatemala, 26 de febrero de 2017.

Eduardo Mayora Alvarado.

Doctor en Derecho. Abogado y profesor universitario.

Blog: Eduardomayora.com

 

Publicado enArtículos de Prensa

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