Las izquierdas y las derechas de Guatemala no solamente tienen ideologías opuestas sino que, además, su desconfianza recíproca es mayúscula. Unas y otras están convencidas de que sus contrincantes están dispuestos a casi cualquier jugada sucia, con tal de llegar al poder o de malograr cualquier objetivo político de los opositores. Ambos están convencidos de que la ética de los otros está basada en que “el fin justifica los medios” y que, por tanto, están dispuestos a mentir, a engañar o a falsear la realidad con tal de llegar al poder.
Con una visión tal, es casi imposible que cualquier cosa que “toquen” las izquierdas o las derechas merezca, de la otra parte, el beneficio de la duda. A los que están dispuestos a conceder el beneficio de la duda se les considera por sus propios correligionarios como unos pobres ingenuos que no comprenden hasta dónde llega la ambición por el poder del otro bando.
Eso es lo que pasa en cualquier lugar, supongo, después de casi cuatro décadas de conflicto armado y sin independencia judicial. Y eso es lo que pasa, en parte, al menos, con la reforma constitucional; es decir, es vista por las derechas como “tocada” por las izquierdas y, por tanto, como una estratagema de las izquierdas para llegar al poder y, ya en el poder, para atacar a las derechas.
Ante esa posibilidad parece que muchos de los líderes y pensadores de las derechas han considerado, como única opción, oponerse frontalmente a la reforma constitucional. En algunos casos esa oposición toma la forma de una defensa en parte nacionalista y en parte constitucionalista. Algunos de quienes se oponen a la reforma se constituyen así en defensores de la soberanía nacional y de “la Constitución”.
Quienes así vean las cosas tienen todo derecho, por supuesto, a asumir tales posiciones pero, en mi opinión, no son muy congruentes ideológicamente hablando. Me explico: las izquierdas siempre ha favorecido un estado más bien extenso, que tenga amplios poderes para interferir en la vida de los ciudadanos para llevarles –según ellos—eso que suele llamarse “bienestar social”; las derechas, en cambio, más bien han propugnado por un Estado circunscrito a dar seguridad (física y jurídica), que respete los derechos individuales (principalmente el de propiedad) y, a lo sumo, que sea subsidiario en materias de salud y de educación pública. Pero esto es imposible sin un Poder Judicial verdaderamente independiente.
Cuando el Poder Judicial depende del juego político, las sentencias se alinean a las coaliciones en el poder y, como ha ocurrido bajo la Constitución de 1985, los grandes conflictos se resuelven por los políticos que tienen el poder de poner y de quitar magistrados y jueces, en bloque, cada cinco años. Peor aún, ¿cómo llegan esos políticos al poder? Pues ya lo sabemos: gracias a unas elecciones en las que los principales partidos contendientes tienen que conseguir respaldos clientelares y contribuciones de dinero multimillonarias, muchas veces, de fuentes inconfesables.
La otra opción para las derechas es, creo yo, procurar iluminar el debate parlamentario para que las reformas estatuyan un poder judicial verdaderamente independiente en cuya conformación sea muy difícil que los grupos de presión, los intereses inconfesables o, en fin, las fuerzas políticas que representen intereses espurios, puedan decidir, tirando de los hilos de la manipulación, cómo se dictan. Ojalá todavía estén a tiempo.
Ciudad de Guatemala, 1 de mayo de 2017.
Eduardo Mayora Alvarado.
Doctor en Derecho. Abogado y profesor universitario.
Blog: Eduardomayora.com
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