Un estado de cosas en el que las reglas se aplican con independencia, con coherencia y con consistencia, generando así un orden social que pueda redundar, ahí sí, en desarrollo económico.
La expresión aquella de que “el Poder Judicial es la Cenicienta del Estado” no es invento de los guatemaltecos ni forma parte de su mentalidad exclusivamente. Para mí que se relaciona con la idea de que, siendo tan escasos los recursos del Estado, y tan urgente el desarrollo de su economía, “gastar en jueces, es un desperdicio”.
Así lo ven todavía muchos economistas y expertos en finanzas públicas, no digamos aquellos políticos que acceden al poder sin entender qué es o cómo funciona una sociedad políticamente organizada. Para ellos, cada quetzal que se entrega al Poder Judicial es un quetzal que no les ha servido para la promoción de su “proyecto político” (y, muchas veces, de su proyecto personal también).
Hacia mediados de los sesentas había una fiebre desarrollista en el mundo que, realmente, no ha cedido totalmente. Pero en aquel entonces todo tenía que girar en torno al desarrollo económico y, por desgracia, muy pocos comprendían lo que los economistas, los juristas y los políticos del mundo desarrollado (al igual que la gran mayoría de sus ciudadanos), hace mucho tiempo que han entendido con claridad, a saber: que sin un poder judicial que funcione como debe, no hay desarrollo económico, punto.
La razón es, realmente, muy sencilla: sin certeza jurídica es imposible la planificación económica. Sin certeza jurídica ni los órganos del Estado, ni los de los gobiernos municipales o de las entidades autónomas, ni los agentes económicos privados pueden hacer planes basados en expectativas ciertas y, con fundamento en ellos, invertir, consumir o ahorrar. Cuando la llamada “cúpula del sector privado” demanda –y con razón—“reglas claras”, lo que realmente está pidiendo es un poder judicial que produzca lo que debe producir, a saber: certeza jurídica.
En efecto, las reglas –por muy claras que fueren—no se aplican por sí solas, hace falta ese conjunto de personas dignas de respeto –a veces hasta de veneración humana—que con independencia, coherencia sistemática y consistencia, las apliquen caso por caso. Pero además hace falta que su jurisprudencia se publique de manera ordenada y sistematizada para que, efectivamente, todos sepan a qué atenerse.
Pensar, entonces, en que “gastar en jueces” es igual que “no gastar en desarrollo” es un error craso. Con esto no quiero afirmar el otro extremo, a saber: que todo debe sacrificarse ante el altar de la administración de justicia. No. El punto es que al Poder Judicial tiene que comprendérsele como una “prioridad”, y no tratársele como a una “Cenicienta”. Al Poder Judicial debe entendérsele directamente relacionado con el desarrollo económico, porque la asignación eficiente de los escasos recursos económicos sólo es posible cuando los empresarios, los consumidores, los inversores, los ahorristas, los órganos públicos, en fin, todos, pueden tomar decisiones económicas fundadas en expectativas razonablemente ciertas.
Y esto es lo que los jueces y los magistrados han de producir para la sociedad que los haya investido de la enorme dignidad que les corresponde: que los ciudadanos y los órganos del poder público puedan actuar y vivir en un entorno en el que las reglas se aplican con independencia, con coherencia y con consistencia, generando así un orden social que pueda redundar, ahí sí, en desarrollo económico.
Eduardo Mayora Alvarado.
12 de junio de 2017.
Abogado y profesor universitario.
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