Si uno se detiene a considerar los antecedentes que, paso a paso, han desembocado en la actual crisis político-institucional, opino que el punto de inflexión fue el abandono del proceso de reforma constitucional. Dicho proceso había concentrado la atención y esfuerzos de los órganos del Estado, de la CICIG y de los principales actores de la vida nacional. Como era inevitable, la propuesta de reforma mereció las opiniones favorables de algunos, como también lo contrario. Esto es lo normal. Más bien hubiese sido insólito que mereciera una aprobación o un rechazo unánime.
En cierto modo creo que era inevitable que la terminación abrupta del proceso de reforma diera paso a una crisis político-institucional. Me refiero a que el sistema de justicia no había rendido los resultados esperados tras una década de acciones legales promovidas por el MP y la CICIG y no había motivos para esperar que eso iba a cambiar. ¿Qué más se podía hacer?
Pienso que no hace falta ser un experto en asuntos de Estado y de relaciones internacionales para entender que el actual estado de cosas puede derivar, fácilmente, en graves confrontaciones interinstitucionales. El ya débil Estado guatemalteco puede desarticularse más hasta fracturarse. La ya frágil y vulnerable economía nacional puede pasar de un crecimiento insuficiente a un estancamiento o una recesión.
Mientras tanto, las posiciones de los diversos grupos e instituciones confrontados se van radicalizando. El riesgo de que se rebasen los límites de un posible diálogo aumenta y un rompimiento fuera de las reglas constitucionales deviene una hipótesis factible. Tengo la plena seguridad de que nadie desea que se llegue a un punto tal. Sin embargo, como reza la popular metáfora: “algunos están jugando con fuego”.
Creo que no hay otra salida con fruto más que regresar al proceso de reforma constitucional. Pero con visión de largo plazo, para que las generaciones por venir, cien, doscientos años en el futuro, al analizar este momento de la historia de Guatemala se digan: aquellos guatemaltecos actuaron con responsabilidad, con sentido de justicia y para crear mejores instituciones que perduraran en el tiempo.
Esa vuelta al proceso de reforma puede y debiera ser liderada por el Jefe del Estado. Él representa la unidad nacional y tiene en sus manos las herramientas constitucionales y la legitimación democrática para ser el conductor de un tal proceso. Los demás poderes del Estado y actores principales de la vida nacional debieran complementar, con un hondo sentido de responsabilidad histórica, un esfuerzo por remontar la crisis. Pero más importante todavía, un esfuerzo auténtico por refundar el sistema de justicia del Estado para que, con base en unos cimientos sólidos de independencia judicial, se logre la certeza jurídica que emana de la credibilidad de los ciudadanos en sus instituciones.
De esta gran crisis puede surgir una gran reforma. De esta gran crisis puede brotar un renacer ciudadano para fundar un verdadero Estado de derecho. Un régimen del Imperio del Derecho en el que, cualquier ciudadano, del lado de la Ley, sea inviolable en su persona y sus derechos.
La comunidad internacional, creo yo, aportaría decididamente el cúmulo de experiencias vividas por los pueblos de todos los Estados que han aportado sus recursos y buena voluntad para que Guatemala encuentre un mejor cauce para su vida institucional.
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