Entradilla: vivir en un Estado de derecho no es una especie de “tecnicismo”; se traduce en beneficios cotidianos reales.
Rompetexto: ningún Estado de derecho puede existir sin leyes generales y jueces verdaderamente independientes que las apliquen a todos por igual.
Imagine que usted viviera en un Estado de derecho. Muchas cosas serían diferentes. Lo serían casi respecto de todas sus relaciones personales y de casi todos los aspectos de su vida. Su vida sería diferente.
Por ejemplo, en sus relaciones con las autoridades públicas, sea las del municipio o las de la república, nada tuviera por qué ser motivo de estrés. Usted trataría de informarse de las reglas del juego que le atañen (como comerciante o como trabajador, como constructor o como profesional, etcétera) y, con base en esas reglas, se entendería con las autoridades. Usted no tendría por qué acercarse con temor o intentando generar alguna buena voluntad con el funcionario público que sea, porque los dos estarían en un plano de igualdad. De igualdad, en el sentido de estar sujetos a la Ley. Ese funcionario no asumiría una actitud soberbia o prepotente hacia su persona porque, si por cualquier razón le quisiera complicar las cosas, usted tendría, de acuerdo con la ley, el derecho a que otro funcionario escuchara su queja y que enderezara las cosas.
Si ese otro funcionario fuera amigo del primero, y tratara de cubrirlo, pues no pasa nada; usted tendría acceso a un juez independiente para plantear su queja, esta vez, en contra de los dos. Ese juez, que en un Estado de derecho sería verdaderamente independiente, oiría las dos versiones y, de ser el caso, sancionaría a los funcionarios por haberle complicado la vida sin sustento legal. Si le hubieran causado daños, el Estado y ellos responderían por igual de resarcírselos de acuerdo con la ley.
En general, sabidos todos, autoridades y ciudadanos, que no hay caso de intentar soluciones o favores que no estén basados en la ley, o que no tiene sentido exigir requisitos ilegales, o imponer cargas que no se fundamenten en las reglas aplicables, el trato entre las unas y los otros sería cortés o, por lo menos, mutuamente respetuoso. De lo contrario, un juez verdaderamente independiente pondría las cosas en su lugar.
Igualmente, en sus relaciones con un patrono o con un cliente, dependiendo de su oficio o industria, las cosas serían sencillas y claras. Aquellas diferencias de buena fe, que a veces son inevitables, no darían lugar a acciones de mala voluntad o maliciosas, porque se resolverían de modo transparente por jueces verdaderamente independientes. Ninguna de las dos partes pasaría en vela las noches con temor de que “el juez se venda” o de que el abogado de la otra parte tenga algún “enchufe” con el juez. En un Estado de derecho esas cosas muy rara vez ocurren y, cuando excepcionalmente se presentan, hay recurso a denunciarlas ante otros jueces independientes.
Si viviera en un Estado de derecho, usted acudiría a los mercados de inmuebles, de valores, de servicios o de productos comerciales, con la confianza de que las promesas que le hacen, las declaraciones que le formulan o las ofertas que le presentan son dignas de credibilidad, porque si no lo fueran, usted tendría derecho a demandar a no importa quién lo hubiera defraudado, ante un juez verdaderamente independiente.
Si viviera en un Estado de derecho, ni el Presidente de la República, ni la persona más rica, ni el general con más estrellas, ni el político más influyente podrían tocarle un pelo, como no sea con base en una ley aplicada por un juez verdaderamente independiente. ¡Piénselo!
Eduardo Mayora Alvarado
Toronto, 20 de febrero de 2019.
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