Entradilla: El ejercicio de las funciones judiciales independientes presupone ciertas condiciones que, ahora, no existen.
Rompetextos: en cierto modo, el futuro de la nación está en manos de los órganos de justicia; sin embargo, los presupuestos necesarios para el ejercicio de sus funciones, independientemente, no existen.
Una vez más, el futuro de Guatemala está en manos de un buen número de jueces y de tribunales colegiados. Esto no es una anomalía pues, en cualquier Estado en que se pretenda que la Constitución y las leyes establecen los límites de la actuación válida de los funcionarios públicos y del comportamiento lícito de las personas, cualquier controversia que surja debe ser resuelta por los órganos de justicia.
Pero, ¿se ha preguntado usted si las personas que integran esos órganos de justicia cuentan con los recursos y las condiciones necesarias para decidir el futuro del país? Yo creo que no. Ni cuentan con los medios ni sus funciones se ejercen en las condiciones institucionales y jurídicas adecuadas para decidir, con razonables probabilidades de acierto, el futuro de esta nación.
Me refiero, más específicamente, a que salvo por unas raras excepciones, las reglas constitucionales vigentes han dado lugar a un estado de cosas en que los costes del ejercicio de las funciones judiciales son muy altos y los beneficios (legales) son muy escasos. Esto a su vez redunda en graves distorsiones. La peor de ellas es que, en nuestra jurisdicción, el formalismo y el ritualismo priman sobre el fondo de las cosas. A veces por miedo a las represalias, a veces por otras motivaciones.
Hace ya mucho tiempo que los procesos de selección de magistrados han dejado de ser confiables. Eso, en sí y de por sí, produce un efecto de auto exclusión, pues las personas que tienen una trayectoria profesional respetable y exitosa, valoran negativamente someterse a un proceso de selección que pueda comprometer o dañar su buena reputación.
Las personas que resultan seleccionadas enfrentan, de entrada, el prejuicio que surge de la falta de transparencia del proceso de selección. Como si eso fuera poco, las remuneración media de las funciones judiciales es muy baja en proporción a la carga descomunal de trabajo, a los riesgos que conlleva el ejercicio de las funciones judiciales y a su complejidad técnica. Por tanto, en adición a un proceso de selección inadecuado, los incentivos de remuneración para los funcionarios judiciales, son malos.
Pero lo peor es el plazo de las funciones judiciales. El límite de cinco años es fatal de cara a la independencia judicial; el estándar internacional es la designación hasta el retiro. Sin independencia judicial, los presupuestos del Estado de derecho no se dan. Sin independencia judicial, no hay garantías de imparcialidad ni, en última instancia, de que se hará justicia.
Pero las élites de este país prefieren dejar su futuro, así parece, en manos de jueces y magistrados que, salvo por raras excepciones, carecen de los medios y las condiciones para el ejercicio adecuado de sus funciones.
No hay muchas opciones y no son sencillas. Todas pasan por una reforma constitucional del sistema de justicia. Puede tratarse de una reforma de, literalmente, diez palabras, o de una de cincuenta artículos.
Hay muchos que consideran una locura poner en manos de los partidos políticos que hoy dominan el panorama una tal reforma constitucional. Y tienen razón. Pero ese no es el único camino. La sociedad puede organizarse, tiene una reserva intelectual, una reserva moral y una reserva institucional. Puede generar los foros y procesos necesarios para que los mejores y más connotados ciudadanos, las verdaderas élites, formulen propuestas. Y la sociedad tiene derecho de organizarse para exigir a los políticos que las adopten.
Eduardo Mayora Alvarado.
Río de Janeiro 14 de abril de 2019.
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