Entradilla: Nada tiene de malo que los políticos negocien cuotas de poder o de votos, a cambio de objetivos que les interesen, pero no todo es negociable.
Rompetextos: Es importante que la oposición pueda cuestionar, fiscalizar y exigir cuentas al oficialismo; pero el bloqueo sistemático o la oposición intransigente, son deformaciones.
Cuando este artículo escribía, las elecciones generales del 16 de junio no habían tenido lugar todavía. Sin embargo, todos sabemos que habrá una segunda vuelta y que, independientemente de quiénes lleguen a la segunda vuelta, el ganador de la elección para Presidente de la República y su respectivo o respectiva acompañante en la Vicepresidencia, se enfrentarán a un Congreso integrado por representantes de muchos partidos políticos de oposición.
Y digo que “se enfrentarán”, porque una de las manifestaciones de inmadurez política de los partidos políticos de Guatemala es que “todo se negocia”. Por tanto, si el Presidente y su partido, se propusieran impulsar una iniciativa de ley, requirieran de algún ajuste presupuestario, necesitaran de alguna aprobación del Poder Legilativo, lo que fuere, tendría que entregarse algo de valor equivalente para “retribuir” los que aportan la mitad más uno o las dos terceras partes de los votos requeridos.
En algunas ocasiones, la Presidencia y su partido tienen los medios para entregar eso que se pide a cambio, en otras, no. Por supuesto, cierto tipo de negociaciones, dentro de ciertos límites, se producen en todos los parlamentos del mundo. Empero, la oposición entiende que los ciudadanos y las instituciones de la sociedad civil no valoran positivamente las actitudes oportunistas, la intransigencia o los bloqueos políticos con ánimo netamente destructivo. La oposición entiende que “hay límites”.
La visión del proceso político como una suerte de “bazar” en el que todo se negocia e intercambia por un precio, muchas veces fuera de la legalidad, le ha dado muy mala fama a la actividad política y ha redundado en su enorme pérdida de credibilidad ante los ciudadanos.
En el caso del diseño constitucional del Estado guatemalteco esto se acentúa porque, en lugar de haber considerado cómo y por qué en la Constitución de los Estados Unidos —el modelo de los regímenes presidencialistas— la Cámara de Representantes del Congreso se renueva cada dos años, en la de Guatemala se hizo coincidir el período presidencial con el de la legislatura. Así, cualquier partido que gane el Ejecutivo, sin una mayoría en el Congreso, está condenado a negociarlo prácticamente todo durante la totalidad de su mandato.
Por consiguiente, a la falta de madurez de la democracia guatemalteca se suma un diseño inconducente al equilibrio que debiera resultar de los famosos “frenos y contrapesos”. La solución, creo yo, es abandonar totalmente el sistema presidencialista e implementar un sistema parlamentario en el que el Ejecutivo se forme, es decir, resulte electo por la mayoría parlamentaria (o la coalición mayoritaria) que a su vez resulte ganadora en cada elección general. El equipo electo goza, así, de “la confianza del parlamento” para gobernar y procurar implementar las políticas públicas, proyectos y programas gubernamentales propuestos a los ciudadanos y merecedores de su voto mayoritario.
En definitiva, ese régimen constitucional, que en la práctica ha dado como resultado una suerte de “bazar”, ya se ha agotado y sus frutos están a la vista. Los dirigentes de los principales sectores de la vida nacional debieran, me parece, considerar la conformación de un foro técnico serio e idóneo para
generar propuestas, so pena de que se perpetúe en el tiempo esa “transa sistemática” que, además, ha dado lugar a mucha corrupción.
Eduardo Mayora Alvarado.
Ciudad de Guatemala, 16 de junio de 2019.
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