Una de las ambiciones más fuertes del espíritu humano es la de tener poder. Todavía más fuerte, creo yo, que la de la riqueza, aunque uno pudiera pensar que son como dos caras de una misma moneda. La riqueza da poder y el poder da acceso a la riqueza. Pero ambicionar poder o riquezas no es por sí mismo moralmente malo. Suelen señalarse dos deformidades morales de esta ambición —que puede ser noble—, a saber: que su búsqueda se convierta en una obsesión de tener más y más poder o que se conciba como un medio para hacer el mal o con fines egoístas.
Y así, una de las más importantes conquistas de la humanidad —que todavía no es común a todos los pueblos—ha sido el descubrimiento de cierto tipo de instituciones que consiguen, si bien de manera imperfecta, que el poder sea ejercido para el bien común, para la consecución de objetivos que sean de beneficio para toda una comunidad.
A ese conjunto de instituciones se le ha llamado “Estado de Derecho”. Las principales pertenecen al sistema de justicia, que a su vez se integra, en la cúspide, de unos jueces y magistrados verdaderamente independientes. Pero a un tribunal no llegan espontáneamente los conflictos que deban juzgarse, mucho menos tal y como en realidad se han suscitado. Se requiere de unas fuerzas de policía que haga valer la ley en “la calle” y que, con ocasión de esa compleja actividad, detecten —los detectives— la posible comisión de delitos, recogiendo los indicios y elementos que un día sean medios de prueba en manos de unos fiscales que, con celo y objetividad, dirijan la investigación y, si lo ameritan los hechos descubiertos, armen un caso robusto para presentarlo al juez. Pero uno de los aspectos más sobresalientes de este ideal es la doble garantía de que se presuma inocente a toda persona y una defensa profesional que asegure que esa presunción se remonte con pruebas contundentes.
Del lado de la justicia civil, el sistema aporta la certeza de los derechos, haciendo valer las promesas hechas en contratos interpretados con razonabilidad y los derechos en que se traducen todas las inversiones productivas, de modo que los mercados fructifiquen y la creatividad empresarial transforme los recursos naturales y sociales en prosperidad económica, haciendo pagar las consecuencias de sus actos negligentes a quienes causen daños o perjuicios.
Pero, quizás, la dimensión más significativa del sistema sea la que se ocupa de controlar la legalidad material y financiera de los actos de las administraciones públicas —la jurisdicción contencioso administrativa y la de cuentas— y la constitucionalidad de las leyes, de los reglamentos y otros actos de poder. De este modo, más que de cualquier otro, al poder que se manifiesta excesivamente —ultra vires—se le reencauza o se anulan los efectos del abuso de poder.
Pero algunos se preguntan ¿cómo es posible que, un poder del Estado, que no es popularmente electo, tenga el poder de anular los actos y decisiones de los otros poderes del Estado?
La respuesta la da, brillantemente, creo yo, la profesora Camino Vidal: “Todo conflicto constitucional es pura y simplemente el enfrentamiento de dos interpretaciones, la del legislador y la del juez. (…) el Tribunal Constitucional ya no sólo exige del juez ordinario una motivación razonable y expresa, sino la estricta aplicación del principio de proporcionalidad que se configura, por tanto, como un principio
jurídico, una regla metodológica construida a partir de criterios lógicos y racionales que otorgan a la resolución judicial un plus de coherencia y, por tanto, de legitimación…” (Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, 2005)
Atravesamos una crisis constitucional y, para preservar lo que queda de Estado de Derecho, es imperativo que todas las cortes legitimen sus resoluciones con ese plus de coherencia, que surge de observar el aludido principio.
Eduardo Mayora Alvarado
Guatemala 2 de agosto de 2020.
Sé el primero en comentar