En casi cualquier trayecto en una urbe de tamaño medio a grande, en cualquier carretera de importancia principal o media, en cualquier camino vecinal entre dos ciudades de tamaño medio a grande, todos los días –a menos que sea durante un toque de queda o cosa parecida—cientos de miles de personas pierden más tiempo del necesario desplazándose de un punto a otro. De esa manera, una porción enorme de la población de este país pierde, innecesariamente, todos los días uno de los recursos más valiosos: el tiempo.
Es verdad que durante las últimas dos décadas el parque vehicular de Guatemala ha aumentado en una medida mucho mayor que durante cualquier otro período similar desde que viniera el primer automóvil al país. Es verdad que, probablemente, aunque hubiese habido planes viales razonables y los recursos financieros disponibles, de todas maneras, habría sido imposible desarrollar infraestructuras viales al mismo ritmo que crecía la cantidad de automóviles, camiones y motocicletas. Quizás el desbordamiento de las vías de comunicación se hubiera dado, incluso, si el transporte público, se hubiese organizado de manera más racional.
Todo eso, no obstante, la ausencia de un Estado de derecho razonablemente funcional es la causa principal para que millones de guatemaltecos pierdan, todos los días, innecesariamente, una parte importante de sus vidas en algún atasco vial.
El tránsito está regulado por varios regímenes legales. Hay normas para conducir con seguridad, como también en cuanto a las sanciones administrativas o penales para los infractores; y hay abundantes disposiciones que procuran maximizar la velocidad en las vías de comunicación, sin sacrificio irrazonable de la seguridad en el tráfico.
Sin embargo, reconociendo que la EMETRA ha mejorado en este aspecto, casi no importa por donde uno transite, las reglas del tránsito se ignoran. Y se ignoran por una razón muy sencilla, a saber: un conductor medio que va por las calles, carreteras y caminos de Guatemala sabe que, muy probablemente, puede infringir las reglas del tránsito sin sufrir ninguna consecuencia. Entonces, un conductor medio, conduce de acuerdo con sus propias reglas, hechas a su personal y absoluta conveniencia.
Si, por ejemplo, un conductor medio piensa que, aunque conduzca lentamente, le conviene más ir por el carril para rebasar, aunque afecte a otros cientos de conductores que deban reducir la velocidad por su culpa, pues no le importa. Lo más probable es que nadie vaya a multarlo. Si un conductor medio decide detener la marcha para comprarse una piña a la vera de una carretera, forzando a los demás a reducir la velocidad para no colisionar con él, tampoco le importa. Lo más probable es que nadie vaya a multarlo. Si un conductor de un transporte colectivo es avisado por su ayudante de una persona que quiere subir al autobús, pues detiene la marcha abruptamente para que esa persona suba, sin importarle detener el tráfico por culpa de esa maniobra. Lo más probable es que nadie le ponga una multa. Los ejemplos abundan.
De ese modo, ir de un punto a otro en una red vial (ya de por sí insuficiente y pobremente mantenida), toma mucho más tiempo de lo necesario, y eso debido a que los órganos de aplicación de la ley brillan por su ausencia. Peor aún, muchas veces actúan, pero para extraer mordidas de algún automovilista que, ese día, le tocó el turno. El coste para todos de que la ley sea por regla general inaplicada con razonabilidad, es enorme.
Eduardo Mayora Alvarado
Guatemala 2 de septiembre de 2020.
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