La historia de la independencia judicial tiene muchas ramificaciones, pero, en general, en lo que toca al Estado moderno, se suele entender que su regulación arranca en Inglaterra, en el siglo XVIII, con el “Act of Settlement” de 1701. Desde entonces hasta nuestros días son múltiples los hitos que han marcado el desarrollo de una de las más importantes características de eso que suele llamarse “el mundo libre”.
Con mayor o menor acierto, las constituciones de Guatemala han contenido reglas sobre la independencia judicial y, sin embargo, realmente no hay un período de la historia de la república que se haya caracterizado por un respeto irrestricto a la independencia de los jueces. Más bien por el contrario, una de las “deformaciones” de los regímenes políticos durante la mayor parte de nuestra historia política ha sido la que suele denominarse, sobre todo en la región latinoamericana, el “presidencialismo”. Esto designa una situación en la que, dentro de los frenos y contrapesos de la Constitución, hay un sesgo a favor de la figura del presidente y, en la realidad de los hechos, ese sesgo más bien es una indiscutida predominancia.
Algunos opinan que de la Constitución vigente más bien surge un régimen en el que el poder del Estado que predomina es el Legislativo. Creo que esto se debe más bien a que, a menos que un partido logre lo que se dio en llamar una “aplanadora” (es decir, que gane la presidencia de la república y una mayoría absoluta en el Congreso) la multiplicidad de partidos que consiguen que sus candidatos sean electos como diputados dificulta al presidente enormemente la realización de sus planes y programas de gobierno. Si las reglas que regulan la representación proporcional de las minorías se modificaran, la atomización de partidos políticos no sería tan extrema.
En cualquier caso, los poderes del Estado que se han considerado preponderantes a lo largo de la historia política de Guatemala son el Ejecutivo o el Legislativo. Nunca el Poder Judicial. Esto no se debe, claro está, a que los funcionarios judiciales no hayan tenido voluntad de ejercer el poder. El problema del poder es cómo lograr que se ejerza dentro de ciertos límites.
La presente crisis constitucional se trata, en el fondo, de a quién le toca ejercer mayores cuotas de poder. Hay muchas cosas en juego, incluyendo la posibilidad de que algunos funcionarios públicos enfrenten parar en la cárcel, de que grandes proyectos empresariales sean afectados o de que partidos políticos representados en el Congreso queden disueltos, entre otras.
Esta crisis no puede resolverse, por esas razones, de manera serena y sin mayor debate. Sin embargo, sí puede resolverse respetando las funciones que a cada órgano del Estado corresponden. La diferencia entre un Estado de derecho y un Estado autoritario u otro anárquico es que, en el primero las grandes controversias se resuelven en los tribunales competentes de acuerdo con la Ley, en el segundo de acuerdo con lo que diga un dictador y en el tercero dependiendo de qué grupo tenga más poder en la coyuntura de la crisis.
Los ciudadanos, las agencias de ranking de riesgo país, los bancos internacionales y multilaterales, los inversores nacionales e internacionales y las naciones del mundo observan los acontecimientos y se preguntan: ¿cómo va a salir Guatemala de esta crisis? ¿Lo va a hacer como un Estado de derecho, como
un Estado autoritario o en medio de una anarquía? Espero que, a pesar de que los ánimos estén muy caldeados, actuaremos como un Estado de derecho.
Eduardo Mayora Alvarado.
Ciudad de Guatemala 7 de octubre de 2020.
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