Claro está, el mundo ha atravesado por una pandemia y, por consiguiente, hace falta una reactivación económica. También hizo falta cuando la crisis financiera de 2007 y la económica que le siguió, cuando la recesión del 2000 y después del huracán Mitch, etcétera. Así, en cierto modo el mundo y Guatemala, curiosamente, siempre necesitan de una reactivación económica o, por lo menos, de algún “paquete de ayuda”, de algún “estímulo al crecimiento”, de cierto tipo de “rescate” o de alguna suerte de “medida de emergencia” para sectores “deprimidos”, cultivos “vulnerables”, productos “estratégicos” o industrias “emergentes”.
Así, la variedad de eufemismos empleados para describir las negociaciones entre los políticos en el poder y los grupos de interés, naturalmente, para beneficio de las mayorías, de los trabajadores, de los sectores más necesitados, etcétera, es inagotable. Esta vez era imposible que las cosas fueran diferentes.
Y, sin embargo, casi todos los que protagonizan esas negociaciones se proclaman campeones de los “mercados libres de injerencias”, del “sistema de precios determinados solamente por la oferta y la demanda”, de la “libre empresa”, de la “competencia económica abierta” y de otras cosas parecidas que son, por supuesto, contrarias a prácticamente todas las medidas que se negocian entre políticos y grupos de interés para “reactivar la economía”.
De ese modo, la idea de que la libre competencia y la búsqueda del éxito empresarial sostenible, dentro de un régimen legal de protección de la propiedad privada y de libre disposición de los bienes y derechos, defendida por quienes negocian las “medidas de reactivación económica”, termina sonando a cuento chino.
Y ese mismo sabor me ha dejado el reportaje de un discurso presidencial en el que, según este diario (PL 24/10/20), el jefe del Estado “Por último invitó al sector privado a participar en el plan de reactivación porque son ellos los que pueden generar empleo y asumió el compromiso por generar certeza jurídica, respeto a las inversiones y a las reglas del juego, así como mejorar la infraestructura.”
Me enfoco, ahora, en ese “compromiso por generar certeza jurídica”. Realmente ¿qué significa? Por supuesto, todos los funcionarios públicos bajo la jerarquía presidencial pueden, con sus actuaciones oficiales, contribuir a generar certeza jurídica. Cuando un ministro, un director general o un secretario actúan con “vocación de legalidad” y exigen de sus subordinados igual disciplina y celo, este fundamental valor jurídico florece.
Pero, en las actuales circunstancias de la vida nacional han transcurrido meses desde que el más alto tribunal en materia constitucional señalara el camino para la elección de los magistrados a las más altas cortes del país y, sin embargo, el presidente de la república se ha circunscrito a un par de declaraciones discretas, como si no fuera el jefe del Estado.
El punto aquí es que la certeza jurídica depende directamente de la independencia judicial. En ningún régimen en que los jueces y magistrados no gocen de las condiciones requeridas para lograr dicha independencia, puede florecer la certeza jurídica. Las “inversiones y las reglas del juego” gozan de certeza jurídica cuando el Poder Judicial se integra por magistrados y jueces libres de cualquier injerencia, de cualquier influencia, de ataduras y compromisos, como no sea con la interpretación y aplicación imparcial de las leyes. Así, si el jefe del Estado quiere generar certeza jurídica para el sector privado, su principal objetivo debiera ser contribuir a la resolución del impasse existente, que no tiene justificación legítima.
Eduardo Mayora Alvarado
24 de octubre de 2020.
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