Imagine usted que una ciudad de alrededor de tres millones de habitantes, que cuenta con un transporte razonablemente seguro, puntual, ordenado y limpio amanezca un buen día sin ese servicio. Se acabó. Los trabajadores no pueden ir a sus empleos, los jóvenes a los colegios y universidades, los vecinos a los innumerables destinos que reclama la vida ordinaria y los servidores públicos a las instituciones en que trabajan. Llegan a las paradas, bien dispuestas para que esperen bajo techo unas cincuenta personas, pero no más, y se encuentran con cientos de conciudadanos con cara de pregunta: ¿qué ha pasado? Los automovilistas perciben dos fenómenos: muchos más automóviles y no hay autobuses. Los estacionamientos colapsan. No están preparados para tantos autos y muchas actividades que debían haber tomado lugar, se frustran.
En un cuadro tal, creo yo, cualquier dirigente político, cualquier líder o personaje público de reconocimiento y credibilidad, podrían convocar con éxito, en cosa de horas, por los canales de las redes sociales a una protesta multitudinaria. Llenarían cualesquiera de las plazas de aquella ciudad con decenas de miles de vecinos indignados, porque ese servicio que tanto valoran y tanta utilidad tiene en sus vidas ¡ha desaparecido!
En esta capital, en cambio, son los pilotos los que acuden a la protesta. No digo que no tengan derecho, porque el derecho de manifestación pacífica existe y pueden ejercerlo dentro del marco de la ley. Pero ¿no le parece extraño que no se les sumen decenas de miles de vecinos, exigiendo que regresen los llamados “tomates” a las calles y avenidas de la Guatemala de la Asunción?
Es probable que sí haya quienes estén dispuestos a manifestarse públicamente para que se reactive el servicio pues, obviamente, para quienes otras opciones son muy costosas, la ausencia de servicio es peor que un mal servicio. Pero, en el fondo, está claro que el marco legal y de financiación del transporte urbano en la Ciudad de Guatemala carece de racionalidad económica y, de cara a un posible repunte del COVID 19, me permito poner en tela de duda que las medidas necesarias para evitar que esos autobuses se conviertan en “centros de contagio” puedan implementarse adecuadamente.
¿Qué hacer? Si partimos del hecho que ni el gobierno nacional ni el municipal están en posibilidad de organizar un mejor servicio de transporte urbano porque carecen de los recursos necesarios, creo que lo mejor sería recurrir al mercado, ordenadamente. Para eso, he sugerido antes que convendría que los ayuntamientos de la zona metropolitana se coordinaran para crear una mancomunidad del transporte colectivo que hiciera cuatro cosas: 1. Registrar (con todos los datos y relaciones necesarios para hacerlo responsable) a todo aquél que con un medio de transporte (sea automóvil, microbús o autobús) se presente para una inspección legal y de seguridad vial e higiénica del vehículo, así como a pruebas de su habilidad técnica para prestar el servicio; 2. Emitir por medio de los bancos del sistema una determinada cantidad de tarjetas de transporte público que puedan adquirirse por el 70% de su importe, a las que se abone el otro 30% con cargo a los fondos que actualmente se utilizan para el llamado “subsidio”, con las que los usuarios paguen el servicio de transporte a cualquier transportista registrado; 3. Desarrollar y hacer cumplir las reglas para la operación ordenada de los servicios básicos; y 4) crear un departamento dentro de las EMETRA para monitorear y disciplinar a quienes no sigan esas reglas y mejorar ciertas infraestructuras (como las paradas). Esto no excluye la posibilidad de que algunos “tomates” puedan
repararse y reacondicionarse para funcionar en un nuevo régimen en el que haya un poco más de orden y seguridad. Lo demás, que lo hagan la oferta y la demanda.
Eduardo Mayora Alvarado
Guatemala 8 de noviembre de 2020.
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