Todas las cosas que devienen escasas se vuelven costosas, para unos, y valiosas para otros. Alguien tiene que pagar, por tanto, el coste de que estén disponibles. Para eso existen, básicamente, dos opciones, a saber: que dicho coste lo cubra quien consuma esas cosas o que lo cubra un tercero. Por supuesto, una parte del coste puede cubrirlo quien consuma esas cosas y, otra parte, un tercero. Sin embargo, las opciones siguen siendo las mismas.
Esto ocurre con todas las cosas, y con el agua, también. Por supuesto, es importante diferenciar a qué agua uno se refiere. No es lo mismo el agua que se demanda para irrigar un cultivo que la que se distribuye, como potable, a una población o la que, embotellada, se vende como agua purificada.
Actualmente, las categorías que con más fuerza adquieren relieve de interés público quizás sean las de aguas no contaminadas y aguas contaminadas. Las contaminadas requieren, por lo general, de un tratamiento costoso para que puedan consumirse por los seres humanos, o bien para que sean el hábitat de organismos vivos, vegetales o animales, de valor para el ser humano. Las no contaminadas, son directamente aprovechables, tanto para su consumo directo como para cultivar o criar especies vegetales o animales para el consumo humano.
Pero el punto fundamental que es indispensable aclarar es que, aunque el agua «caiga del cielo», la que puede aprovecharse por el ser humano, hoy en día, es costosa, para unos, y valiosa, para otros.
El problema de la escasez conlleva la necesidad de establecer derechos exclusivos, ya que de otra manera ocurre «la tragedia de los bienes comunes». En una situación como esa, en vista de que cada uno de los consumidores del bien común que fuere –en este caso el agua– es incapaz de controlar el consumo de los demás, su sacrificio racional y razonable, para preservar el bien común, queda sin fruto alguno porque cualesquiera de los demás consumidores pueden aumentar irracional e irrazonablemente su consumo sin que nadie pueda evitarlo. Así, tarde o temprano el recurso –el agua– se agota o arruina y he ahí la tragedia.
Un ejemplo de esto es el uso de las aguas de los ríos o de los lagos para verter desechos residenciales o industriales. El tratamiento adecuado de esos desechos es costoso; sin embargo, es muy probable que muchas urbanizaciones y que muchas industrias estuvieran dispuestas a invertir lo necesario para que sus desechos fueran apropiadamente tratados. ¿Por qué no lo hacen? Pues básicamente por los incentivos destructivos que se generan en la situación descrita arriba. El precio de una casa en una urbanización que cuenta con una planta de tratamiento de aguas servidas con las especificaciones adecuadas, en igualdad de circunstancias, es más alto y, por tanto, las utilidades del desarrollador tenderán a ser menores si algunos de sus competidores no incurren en ese coste o no al mismo nivel. Lo mismo pasa con los productos industriales.
¿No se arregla el problema si una ley los obliga a todos por igual? Eso depende de muchas cosas. Por una parte, los costes de monitoreo de miles de residencias y de industrias es muy alto y los procedimientos administrativos hasta que una multa se impone son largos y complicados. En países como Guatemala, hay que añadir el problema de la corrupción y la debilidad del sistema de justicia.
¿Cuál es la alternativa? Fundamentalmente consiste en crear ciertos derechos (de uso o aprovechamiento) que permitan a sus titulares reclamar de los infractores de esos derechos los daños y perjuicios causados. Si tanto las municipalidades damnificadas como los vecinos (individualmente u organizados en asociaciones) tuvieran ciertos derechos de uso o aprovechamiento de las aguas, que hubiesen adquirido a un precio resultante de un concurso público (como pasa hoy en día con los títulos de usufructo de frecuencia de telecomunicaciones, por ejemplo), habría cientos o miles de «policías privados» interesados en monitorear las infracciones y en reclamar una indemnización.
Siempre se ha dicho que el lago de Amatitlán es la gran esperanza de suministro de agua potable para los aproximadamente de tres millones y medio de personas que viven próximas a su cuenca y, sin embargo, son esas mismas personas –o muchas de ellas—las que han destruido parcialmente ese recurso. No es que el agua haya desaparecido, sino su cualidad de ser apta para el consumo humano.
El segundo río más extenso de Guatemala, el Motagua, también se ha considerado como una posible fuente de recursos hídricos esenciales para una vasta región del país, una parte de la cual es, comparada con otras regiones, relativamente seca. Y, sin embargo, es un gigantesco desagüe, un colosal relleno sanitario flotante y, ahora, además, portador de basura y de contaminantes para los hondureños de la Bahía de Omoa.
El Lago de Atitlán ha sido pintado, fotografiado millones de veces, filmado desde aviones y drones, cantado y alabado por propios y ajenos. Y, sin embargo, por las mismas razones arriba indicadas, ya sufre en diversas áreas del aumento de la cianobacteria y, a un nivel más general, de acuerdo con un reportaje de Prensa Libre del 1 de octubre de 2020, actualmente se vierten en los ríos de Guatemala unas 800 toneladas de desechos a diario.
Ante una «tragedia de los bienes comunes» tan escandalosa como la que se vive en Guatemala respecto de los recursos hídricos, muchos han propuesto la necesidad de una «Ley de Aguas». De hecho, el Artículo 127 de la Constitución prevé que dicha ley se dicte y, el hecho de que se afirme ahí que debe hacerse de acuerdo con el interés social[1] se ha entendido en términos de que deba tratarse el problema con base en derechos colectivos no exclusivos. El Artículo 128 de la Constitución ahonda esta confusión, al declarar que el aprovechamiento de las aguas de los ríos y lagos «estará al servicio de la comunidad».[2] Además, desde hace años está pendiente ante el Congreso una iniciativa de ley sobre el particular (y no ha sido la única).
Pero, realmente, ¿qué quiere decir que un recurso se aproveche de acuerdo con el interés social o que esté al servicio de la comunidad? Obviamente, las respuestas que puedan darse a esta cuestión son controversiales. La mía es muy sencilla y la formulo en los términos siguientes: significa que ese recurso –el agua apta para la vida humana– sea lo más abundante posible para que su coste sea el menor posible.
El Artículo 127 constitucional declara las aguas como «bienes del domino público». Sin embargo, los juristas sabemos que hay bienes del dominio público de uso público común y de uso especial.[3] Esto da cabida para perfeccionar el régimen legal de las aguas, sin transgredir las disposiciones constitucionales.
En efecto, como trajo a mi atención el abogado Andrés Wyld hace algún tiempo, el Código Civil vigente dispone que, mientras se promulgue una ley de aguas, se aplicarán las disposiciones sobre el uso y aprovechamiento de las aguas del Código Civil de 1933.[4] Este es el régimen legal de las aguas vigente.
Algunos podrían esgrimir que la disposición transitoria del Código Civil vigente debe considerarse derogada por el Artículo 127 constitucional, no solamente porque es posterior sino también por su jerarquía constitucional; sin embargo, esa norma dice, entre otras cosas, en presente, que «su aprovechamiento, uso y goce {de las aguas}, se otorgan en la forma establecida por la ley» y, en futuro, que «una ley específica regulará esta materia». Por tanto, dice lo mismo que dicha disposición transitoria del Código Civil, a saber: que mientras se promulgue una nueva ley de aguas, las disposiciones del código del ’33 son las que rigen.
Esto es importante porque son disposiciones, en general, muy enfocadas en definir quién tiene derecho a qué tipo de uso o aprovechamiento de las aguas, en qué condiciones y cómo o cuándo pierde ese derecho. Véanse, por ejemplo, estas reglas:
Artículo 413.-Pertenecen al dueño de un predio en plena propiedad, las aguas subterráneas que en él hubiere obtenido por medios artificiales.
Artículo 414.-Todo propietario puede abrir libremente pozos para elevar aguas dentro de sus fincas, aunque con ellos resultaren amenguadas las aguas de los pozos de sus vecinos. Deberá, sin embargo, guardarse la distancia de dos metros entre pozo y pozo, dentro de las poblaciones y de quince metros en el campo. También podrá efectuar cualquiera otra obra, con el objeto de buscar el alumbramiento de aguas subterráneas, sujetándose a las prescripciones de los artículos siguientes.
Artículo 415.-Cuando se obtenga el alumbramiento de aguas subterráneas por medios artificiales, el propietario del terreno será dueño de ellas a perpetuidad, sin perder el derecho, aunque salgan de la finca donde vieron la luz, cualquiera que sea la dirección que el alumbrador quiera darles, mientras conserve su derecho.
Si el dueño de las aguas alumbradas no construyere dentro de diez años de la fecha del alumbramiento acueducto, constituyéndose la servidumbre correspondiente para conducirlas por los predios inferiores, y las dejare abandonadas a su curso natural, entonces tendrán los dueños de estos predios los mismos derechos que en las aguas de los manantiales naturales superiores. Para los efectos de este artículo, se tendrán por aguas subterráneas, las que habiendo corrido por la superficie, desaparecieren por causas de erupciones volcánicas, terremotos u otros accidentes de la naturaleza.
Artículo 416.- No obstante lo establecido en el artículo 414, las obras artificiales que se hagan para el alumbramiento de aguas subterráneas, no podrán distraer o apartar aguas públicas o privadas de su corriente superficial natural.
Si dichas obras distraen o merman las aguas de uso común o privado que se destinan a un servicio público o a un aprovechamiento particular, preexistente con derechos legítimos adquiridos, la autoridad, a solicitud de los interesados y de acuerdo con lo preceptuado en el Código de Enjuiciamiento Civil y Mercantil, podrá mandar suspender la obra.
Artículo 610.-Cuando corran las aguas públicas de un río, en todo o en parte, por debajo de la superficie de su suelo, imperceptibles a la vista, y se construyan malecones o se empleen otros medíos para elevar su nivel hasta hacerlas aplicables al riego u otros usos, este resultado se considerará, para los efectos de la presente ley, como un alumbramiento del agua convertida en utilizable.
Los regantes o industriales inferiormente situados, que por prescripción o por concesión hubiesen adquirido legítimo título al uso y aprovechamiento de aquellas aguas que se trata de hacer reaparecer artificialmente a la superficie, tendrán derecho a reclamar y a oponerse al nuevo alumbramiento superior, en cuanto hubiese de ocasionarles perjuicios.
Las citadas son solamente algunas de las reglas del Código Civil del ’33 sobre este tema. En definitiva, la clave está en generar un conjunto de incentivos, por medio de las reglas legales, que conduzcan a que el agua apta para la vida humana, como recurso escaso que ya es, se trate como un bien valioso. Por supuesto que también es un recurso esencial para llevar una vida digna y para la forma de vida de diversas comunidades rurales. Para situaciones especiales, de barrios o sectores de escasos recursos o de comunidades tradicionales, el Estado o las municipalidades pueden decidir, si cuentan con el respaldo político suficiente, crear subvenciones u otros mecanismos para que el recurso sea asequible a la generalidad de las personas.
Está claro, sin embargo, que el agua no puede seguir teniendo el mismo coste para un campo de golf que para una residencia de un barrio popular o para una parcela cultivable vecina a una aldea rural. El surgimiento de precios diferenciados, debido a inversiones privadas para la explotación del recurso y cosas parecidas ya está ocurriendo, muy imperfectamente, de hecho. Empero, ya tenemos unas reglas que, en general, pueden generar los incentivos adecuados para un aprovechamiento más racional de un recurso tan escaso y, por tanto, tan valioso.
Creo que, antes de inventar la rueda, sería conveniente estudiar a fondo el régimen vigente (pero no aplicado), para actualizarlo y perfeccionarlo. Es un régimen que acierta al reconocer el dominio de las aguas, en bruto, a la Nación, pero, una vez traídas a la superficie, tratadas, encauzadas, entubadas, es decir, convertidas en un recurso apto para el consumo, uso o aprovechamiento humano, concede derechos exclusivos a quienes hayan invertido y asumido los costes correspondientes. Esto es lo que hace falta para que el agua limpia abunde y vuelva a ser asequible para todos.
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