El año 2020 empezó con las expectativas que casi siempre suscita un nuevo gobierno. El año 2019 terminó con un crecimiento económico aceptable y los Estados Unidos todavía no habían entrado en la peor parte de un inédito proceso de polarización electoral. Aquí se esperaba que el Congreso, con algunos nuevos diputados, concluiría el proceso de elección de las cortes y que ciertas iniciativas de ley se aprobarían para desarrollar ciertos proyectos para mejorar la competitividad del país. La economía podía llegar a crecer hasta alrededor de un 4% en 2020 y las expectativas favorables de los principales socios comerciales de Guatemala, auguraban un buen año.
Pero el horizonte brillante de 2020 se ensombreció de golpe y para el mes de marzo estábamos encerrados y con un Estado de Calamidad en vigencia. Del nuevo coronavirus nadie sabía mucho y los agoreros de siempre echaban leña al fuego con todo tipo de desinformación. Desde el Gobierno se concibieron tres planes de ayuda básicos que no pudieron empezar a implementarse en forma sino hasta el mes de junio (de hecho, buena parte de su ejecución quedó inconclusa). Los números de contagiados por el COVID-19 se convirtieron en parte de la información cotidiana al igual que la mascarilla pasó a ser otra prenda de vestir.
Pero esa enfermedad pasará. Hacia marzo próximo llegarán al país las primeras vacunas y, Dios mediante, las Navidades de 2021 volverán a ser de abrazos y besos. Más me inquieta cómo vaya a salir Guatemala de la otra enfermedad.
No es una enfermedad nueva, pero ha ido profundizándose y extendiéndose. Es una enfermedad que ataca, principalmente, a los débiles, a los pobres, a los desvalidos. No en un sentido fisiológico sino en relación con su situación en el conglomerado social. Todos ellos sufren, de mil maneras, vejámenes y violaciones a sus derechos. Y ya casi no tienen a quién acudir para que se les haga justicia.
Esta enfermedad ataca la médula de todo sistema de justicia, es decir, la independencia judicial. Cuando ciertos grupos y organizaciones que ejercen alguna forma de poder logran desarrollar redes o mecanismos para ejercer algún tipo de influencia sobre ciertos jueces o magistrados, la justicia deja de ser imparcial, deja de ser justicia.
El proceso se percibió inicialmente como un afán inusitado por alcanzar posiciones de poder de negociación en las comisiones de postulación. Las elecciones de postuladores entre los abogados y notarios colegiados adquirieron el talante de un verdadero proceso político. Los respaldos, las alianzas, las redes se fueron armando a fuerza de campañas financiadas por grupos o personas que nunca han dado la cara. Para 1990 participaban en las comisiones de postulación los decanos de cuatro facultades de derecho; la última vez fueron alrededor de una docena. Una de las últimas escenas fue un desfile de precandidatos a magistrado, de diputados y de operadores (como eufemísticamente se les llama) por la oficina clandestina de una persona sujeta a proceso penal y privada provisionalmente de su libertad.
Pero no se ha detenido ahí la enfermedad. Aunque parezca mentira, políticos, diputados y ciertos funcionarios han sostenido y sostienen que el tribunal que en nuestro sistema tiene la última palabra, la Corte de Constitucionalidad, realmente, no la tiene. Son ellos —los que promueven, festejan o tramitan antejuicios contra los magistrados de la CC—quienes, por alguna razón que no entiendo, tienen la última palabra. Ellos deciden cuándo una opinión de un magistrado de la CC es válida o es un delito. Esta enfermedad es como un cáncer que ataca al Estado de Derecho. Ojalá sea curable.
Eduardo Mayora Alvarado.
Guatemala 2 de diciembre de 2020.
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