Parte I
De todos es sabido que, llegado cierto punto en el tiempo, el establishment político y económico de Guatemala comenzó a marcar distancia del proyecto «CICIG-FECI». Esto fue consecuencia, creo yo, de que algunos asuntos que por años había sido vistos y tratados como en una «zona gris», comenzaron a investigarse por esos dos equipos (CICIG-FECI) como la posible comisión de un delito. Así, por ejemplo, ciertas estructuras de planeación fiscal fueron caracterizadas como simulaciones tendientes a una defraudación tributaria y, del lado del proceso político, los pagos de pauta publicitaria por cuenta de algún partido político se consideraron como posibles contribuciones ilícitas, dado que no fueron reveladas como aportes a una campaña.
Es importante señalar que, paralelamente, las investigaciones de «CICIG-FECI» habían ido detectando casos de corrupción al más alto nivel y, así, se fueron desarticulando redes organizadas para traficar influencias, «vender plazas», adjudicar contratos y suministros de bienes y servicios al Estado o sus entidades a cambio de sobornos, y todo eso fue casi universalmente aplaudido. Esto pone de relieve, me parece, que a lo largo de casi una década se fue desarrollando en parte del liderazgo del sector privado una opinión ambivalente respecto del proyecto «CICIG-FECI». Esto es decir que, cuando se trataba del destape y persecución de casos de corrupción (principalmente) las opiniones eran en general favorables, pero, cuando se trataba asuntos de la «zona gris», sucedía lo contrario. Algunos lo expresaron en términos de que, en un momento dado, la CICIG comenzó a ir más allá de su mandato, incursionando en ámbitos de acción que no le competían.
Dentro de ese marco de cosas, muy simplificado arriba, empezó a desarrollarse –o así lo he percibido yo– una tesis que explicaba las motivaciones detrás de esas extralimitaciones de la CICIG como de naturaleza «ideológica». Me refiero a la idea de que muchas de las investigaciones y procesos penales promovidos por CICIG-FECI, relativas a los asuntos que por años estuvieron en una «zona gris», fueron motivadas por los afanes de «la izquierda» de debilitar políticamente y desprestigiar moralmente al establishment económico y a sus aliados políticos.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la Corte de Constitucionalidad (CC) y por qué ha llegado a estar en el ojo del huracán político? Debido a varios factores que he abordado en otros artículos, para efectos prácticos, la CC decide en definitiva todos los asuntos a que me he referido arriba. Y no sólo esos asuntos sino cuestiones tales como si un límite máximo fijado por ley a la tasa de interés en un contrato de tarjeta de crédito es o no constitucional, si una licencia minera puede subsistir aunque no se haya realizado una consulta previa o cuáles son los cauces constitucionales para manejar las relaciones internacionales del Estado y muchas otras.
Así, fue identificándose por quienes postulaban esta tesis una cierta convergencia entre la opinión mayoritaria de la CC en ciertos casos emblemáticos, por un lado, y las actuaciones de la CICIG-FECI, por el otro.
Parte II
Al tiempo que se ampliaba la «tesis ideológica» para incluir en ella a la CC, esta última rechazaba apelaciones de amparo de algunos de los procesados por la FECI que, por ejemplo, habían recurrido en contra de que se les persiguiera por un determinado delito o que se les hubiera denegado una medida sustitutiva. La conclusión no se hizo esperar: la mayoría de quienes integran de la CC forma parte de una conspiración de la izquierda.
En cualquier país del mundo, y en Guatemala también, una situación, comprobada en un proceso legal, en la que los magistrados del tribunal constitucional se coludieran entre sí o con terceros para usar de su poder jurisdiccional para atacar a determinados grupos, partidos o sectores de la vida nacional, sería calificada de delito. Pero una colusión con esos propósitos, en cualquier país del mundo, y en Guatemala también, tendría que demostrarse. La formulación de una «teoría de conspiración», por muy bien urdida que sea, nunca puede llegar a considerarse suficiente fundamento como para acusar a un magistrado de cometer un prevaricato o de cosas parecidas. Es indispensable, por razones tan obvias que huelga mencionarlas, mostrar evidencias objetivas que demuestren la colusión y el propósito.
Y es allí donde entra en escena lo que, según algunos, es la «prueba» de una conspiración, a saber: el contenido de ciertas de las sentencias de la mayoría de magistrados de la CC (durante un cierto período de tiempo). Se trata de un razonamiento en el que, por así decirlo, se descarta la posibilidad de que las resoluciones de la mayoría de la CC pudieran tener un fundamento jurídico. Es decir, las resoluciones de la corte formularían unas consecuencias que, sin duda alguna y de manera evidente, serían contrarias a las que tendrían que derivarse de las normas constitucionales aplicables.
Ahora bien, veamos, por ejemplo, el “caso Kompass”. Es verdad que la Constitución confiere al Presidente la facultad de “…dirigir la política exterior y las relaciones internacionales…”, pero, además, manda que dichas relaciones internacionales se entablen “…de conformidad con los principios, reglas y prácticas internacionales con el propósito de contribuir al mantenimiento de la paz y la libertad, el respeto y defensa de los derechos humanos, al fortalecimiento de los procesos democráticos e instituciones internacionales que garanticen el beneficio mutuo y equitativo entre los Estados.” No hace falta ser un experto para advertir que en esta disposición constitucional hay límites sustantivos que el propio Presidente debe observar al ejercer sus atribuciones en esta materia.
¿Corresponde a la CC determinar si, en cualquier caso determinado, estos límites han sido excedidos por el Presidente? Algunos opinan que no; sin embargo, la propia Constitución establece que “…no hay ámbito que no sea susceptible de amparo…”. Aquí se trata, por consiguiente, de materia opinable.
Se llega así al punto toral en este asunto, me parece, esto es, la constatación de que algunos sostienen una opinión contraria a la esgrimida por la mayoría de los magistrados de la CC y, considerando la suya indiscutible y evidente, pretenden que la opinión de dichos magistrados se considere un delito. Esto, en materia opinable, es jurídica y lógicamente imposible.
Es imposible, jurídicamente, porque el Artículo 167 de la Ley de Amparo claramente prohíbe que se persiga a los magistrados de la CC por sus opiniones vertidas en el ejercicio de su cargo y, lógicamente, porque en materia opinable puede haber pareceres mejor o peor fundamentados que otros, más o menos razonables que otros, más o menos afines a una visión ideológica, pero, en ningún caso, puede invocarse la opinión de un tercero –sea de una mayoría legislativa o de otro órgano judicial—para sostener que se ha cometido un delito.
Eduardo Mayora Alvarado.
Miami, 24 de marzo de 2021.
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