Como no es de extrañar, fue ese nuevo experimento, que sería llamado “Estados Unidos de América”, el país en el mundo que, por primera vez, sentó la doctrina de que la validez de las leyes y de los actos del Poder Ejecutivo depende de que no transgredan las normas de la Constitución. Fue en una sentencia, hoy famosa, del caso “Marbury versus Madison” en la que el presidente de la Suprema Corte, John Marshall, con una lógica impecable dejó para la posteridad la idea de que, indiscutiblemente, de suscitarse una cuestión sobre la validez de una ley corresponde a la Suprema Corte decidirla.
Estos acontecimientos ocurrieron en 1803 y de ahí en adelante, uno de los elementos medulares del ideal del Estado de derecho es, precisamente, que un tribunal independiente tenga la potestad de decidir cuáles son los límites de la validez constitucional de las leyes y de los actos de gobierno.
Una de las técnicas más importantes para conseguir el éxito de este ideal ha sido la cuidadosa selección de quienes hayan de integrar ese tribunal. Sin embargo, como es de esperar, no hay sistema perfecto y, así, no hay jurisdicción en la tierra, que cuente con un tribunal con la potestad de invalidar o declarar inconstitucionales los actos del gobierno o de la legislatura, en el que no haya habido crisis constitucionales. En los propios Estados Unidos de América las ha habido y, creo yo, las intenciones anunciadas por el presidente Biden de aumentar el número de magistrados de la Suprema Corte y de revisar el plazo de sus funciones, puede considerarse una crisis constitucional.
Pero, según veo yo las cosas, hay dos tipos de culturas cívicas ante este tipo de crisis. Las que yo llamaría “de legalidad” que, llegado el punto de tensión extrema, sostienen la autoridad y prevalencia del tribunal constitucional –como sea que se llame—y aquellas que, por el contrario, sacrifican la legalidad y yo llamaría “de arbitrariedad”. El poder fuera de la ley, siempre, es arbitrario porque depende del arbitrio de quienes detenten el poder de facto.
No soy quien para dar una opinión con autoridad sobre si las destituciones de los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de El Salvador fueron o no constitucionalmente válidas; sin embargo, la cuestión se me presenta así: supóngase que la Constitución de El Salvador permitía a su Asamblea Legislativa destituir a dichos magistrados. En tal supuesto, creo que la norma suprema salvadoreña adolecería de un grave defecto pues, como decía arriba, la Sala de lo Constitucional existe para limitar los actos inconstitucionales de dicha asamblea y, por consiguiente, sería ilógico atribuirle facultades para destituir a los funcionarios judiciales que han de decidir sobre la validez de sus actos legislativos. Los nuevos magistrados sabrían que, eventualmente, pueden correr la misma suerte y, entonces, ¿en dónde queda su independencia? Supóngase que, realmente, la Constitución salvadoreña no concede tales facultades a la Asamblea; en este supuesto, es difícil sostener que en El Salvador siga siendo vigente el ideal del imperio del derecho.
Las grandes crisis constitucionales son las que evidencian qué tipo de cultura existe en un país, si la de legalidad o la de arbitrariedad. Es en esas situaciones extremas cuando se pone a prueba la cultura cívica de cualquier partido político y de sus líderes.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 5 de mayo de 2021
Eduardo Mayora
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