En mi artículo anterior formulaba la pregunta de si vale la pena vivir en un país en el que nadie, realmente, sea ciudadano a plenitud. En el que todos, hasta los más poderosos, no sean más que “medio ciudadanos” pues, merced a la corrupción, que como una pandemia se ha extendido por prácticamente todos los órganos del Estado y todos los ámbitos de la sociedad, muchas veces son incapaces de lograr sus objetivos o de resolver sus problemas esgrimiendo, simplemente, sus derechos. Tarde o temprano, hasta los más poderosos, se ven obligados –a veces muy a su pesar—a hacer uso de su dinero o de sus relaciones para que alguna “red” entre en funcionamiento. No tienen más opción, pues, que acudir a “sus conectes”.
Pero ¿existe una opción, realmente? No cuestiono si, a un nivel abstracto, las cosas pudieran ser y funcionar de otra manera. A la vista tenemos tantos ejemplos que más bien cansa uno al lector repitiéndolos. Cuestiono si, dada la compleja matriz de intereses creados y la resistencia al cambio de cada grupo de los que detenta uno o más de esos intereses, sea realista considerar opciones que en las que todos se tornen en verdaderos ciudadanos.
No hablo de un régimen jurídico-político perfecto, sino en uno en el que, al modo de las instituciones humanas, imperfectas, por lo general no importen factores como tus apellidos, tu fortuna o tus relaciones, sino tus derechos y libertades, para luchar por la vida.
Creo que eso —el realismo de una opción—depende de que las élites intelectuales, políticas y económicas se convenzan de dos cosas, a saber: primero, de que un régimen como el actual no es sostenible en el largo plazo; segundo, de que la lógica de los antecedentes permite deducir circunstancias todavía peores en las que los grupos hegemónicos dentro de las “redes” vayan ganando terreno, despojado de sus tajadas de poder a grupos menos poderosos.
Como ha podido apreciarse, por ejemplo, en la evolución de los procesos de postulación y elección de magistrados del Poder Judicial durante unas tres décadas, los afanes de las diversas redes por ubicarse en una posición hegemónica respecto de los “competidores” ha conducido a un «impasse» que, según creo, está por resolverse a favor de un “ganador”. Ese ganador se compone de ciertos grupos que, ante lo que percibieron como un enemigo común, se han aliado. Pero, en la siguiente etapa (después de que se resuelva la elección inconclusa), la competición continuará. No continuará contra los vencidos, sino entre los vencedores. Esto es así porque, dejando de lado esos gigantes de la humanidad que, después de haber servido a sus conciudadanos, renunciaron al poder, el “homo politicus” paradigmático procura, siempre, más poder.
Así, es probable que muchos de los que integran esas élites piensen que, por ahora, hay suficiente competición y que nadie, entre los miembros de la alianza, dice la última palabra. Pero ese equilibrio pronto se romperá y, al romperse, nadie puede asegurar a los actuales competidores la victoria en la siguiente etapa y, por consiguiente, fácilmente pueden pasar, cualesquiera de ellos, de integrar la coalición hegemónica a engrosar las filas de los perdedores. Es la “trampa hobesiana”.
Para no caer en esa trampa la única solución de largo plazo es la instauración de un régimen en que cada persona goce de libertad jurídica, de libertad política y de libertad de mercado.
Eduardo Mayora Alvarado
Perast, 23 de junio de 2021.
Eduardo Mayora
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