En una oportunidad cualquiera, un jurista de nombre, miembro del foro romano, hacia el final de la república romana, poco antes de que Augusto fuera coronado emperador, escuchó a un niño, quizás de nueve años, que jugaba con sus amigos decir: —esta es la ley, que gana el que llegue antes al ciprés más alto. A continuación aquel jurista observó que ninguno de los cuatro amigos tuvo las palabras del “legislador” como la “ley”.
Cada uno de sus amigos siguió haciendo, más o menos, lo que mejor le venía en gana. Otros “juegos” parecían más interesantes o el mismo juego de otra manera. Y, aquel jurista, curioso por entender mejor lo que ocurría, se acercó al niño, le preguntó por qué había él dictado la ley del juego. El niño le respondió: —a mí se me ocurren juegos divertidos y, por eso, me piden que ponga las reglas. El jurista le preguntó, entonces, por qué si le habían pedido las reglas, no le hacían caso. El niño respondió, subiendo los hombros: —a veces no entienden bien el juego que les propongo y por qué las reglas que les doy son necesarias para que sea divertido y a veces algunos piensan que, con las reglas que he dado, no saldrán ganando.
Y, así mismo parece ocurrir en la sociedad —reflexionó aquel jurista. Elegimos autoridades, les pedimos que hagan leyes o reglamentos, pero, cuando no se comprenden, no parecen útiles o algunos perciben que pueden salir perdiendo, se producen fenómenos parecidos. Unos ignoran las reglas, otros las interpretan a su preferencia y todavía otros, pues las tuercen a su favor.
Traído a las circunstancias de la vida pública de nuestros días, este sencillo cuadro cotidiano pone de relieve que la eficacia de las leyes, los reglamentos y demás normativa requiere de varios elementos. Las normas son verdaderamente eficaces cuando, además de la percepción generalizada de que las ha dictado quien verdaderamente tiene autoridad para hacerlo, deben reconocerse como ecuánimes, generales y, sobre todo, debe ser imposible determinar, al momento de su promulgación, quiénes serán los ganadores y quiénes los perdedores resultantes de su futura aplicación.
Pero, ¿a qué viene esto? Pues a cuento de la que ha sido llamada “Ley de ONG”. Creo que lo que aquí ha ocurrido es que, tanto el sector oficial (y no hablo solamente del que está actualmente en el poder, sino en general) como también sus simpatizantes en los sectores económico, profesional, intelectual, etcétera, resienten las críticas provenientes de algunas de las asociaciones civiles —que eso es lo que son las ONG— que cuestionan, señalan, denuncian, es decir, cumplen el cometido que corresponde a las organizaciones de “la sociedad civil” u “organizaciones intermedias”. También resienten a los medios de comunicación, a los que perciben como “portavoces de las ONG”.
Otro factor que también molesta al sector oficial y a sus aliados, es que haya algunas ONG que reciban fondos de organizaciones internacionales que, por un lado, conciben contrarias a su ideología y, por el otro, involucradas en el proceso político. Es decir, favorecen a un partido u otro, “disfrazadas” de independientes.
Así, la tesis que sustenta la Ley de ONG es que debe regularse, es decir, promulgar normas jurídicas para supervisar cosas tales como que una ONG se involucre en política partidista, reciba fondos de organizaciones internacionales para actuar en contra de las instituciones del Estado, dedique los fondos que recibe para cosas que sean ajenas a su objeto y propósito declarado o, en fin, que actúen como “lobos con piel de oveja”.
Yo pienso que, efectivamente, a veces hay organizaciones no gubernamentales que aparentan una cosa y son otra, al igual que algunas que promueven intereses partidistas, siendo asociaciones civiles, con fondos de donaciones nacionales y extranjeras. Empero, todas esas cosas ya eran ilegales antes y también existían las acciones legales para sancionarlas o impedirlas. ¿Por qué la Ley de ONG, entonces? Pues por una de las enfermedades nacionales, a saber: la enorme dificultad en hacer valer las leyes ante los tribunales competentes. Porque lo que la Ley de ONG dispone, en términos de cerrar una ONG que incurra en los supuestos que allí se establecen, no puede, con validez constitucional, disponerse por el Ministerio de Gobernación y punto. No es posible porque el Artículo 12 de la Constitución prevé que nadie puede ser privado de sus derechos sin el debido proceso legal llevado ante juez competente y preestablecido. Y ¿qué derecho encarnan por excelencia las asociaciones civiles? Pues, obviamente, el de libre asociación para fines lícitos. Creo yo.
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