Creo que, aunque haya mucho por aprender de la pandemia del COVID-19 y cómo enfrentarla de la mejor manera posible, el hecho de que el mundo sea como un enorme laboratorio, en el que cada país y, como en los Estados Unidos, cada Estado de la federación, ha usado técnicas y tácticas diferentes, permite al ciudadano medio entender qué está pasando y, por tanto, formarse ciertas expectativas sobre qué medidas son razonables y cuáles se dictan valiéndose del COVID-19 como un pretexto.
Ciertas declaraciones recientes del presidente Giammattei y el estado de prevención que se ha promulgado han puesto sobre el tapete de la actualidad política, precisamente, esa cuestión, a saber: ¿estamos ante medidas razonables o se vale el Gobierno de la pandemia como un pretexto para limitar derechos ciudadanos?
Hasta donde entiendo, el estado de prevención decretado no prohíbe de tajo las protestas ciudadanas sino que condiciona su realización a que se observen las medidas de bioseguridad que disponga el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social. Creo que, a ese nivel de generalidad, no hay nada irrazonable por parte del Ejecutivo.
Por supuesto, está por verse qué medidas de bioseguridad haya de determinar el MSPAS para que el cuadro se complete y pueda darse una opinión más fundamentada. Ahora bien, independientemente de eso, opino que también es importante que no entren en juego en ese análisis los prejuicios. Me refiero a que existe, en ocasiones y por parte de algunos líderes o sectores, un prejuicio en contra de la actuación de los poderes públicos que conduce, casi automáticamente, a descartar que pueda haber razones válidas para decretar un estado de prevención.
Es probable que, dados los antecedentes de la vida política nacional, sea natural que se susciten suspicacias y sospechas ante la actuación de los poderes públicos y, desde luego, los medios de prensa están para el escrutinio de las justificaciones de su actuación o de su inacción.
Por consiguiente, la clave de todo esto está en que el Gobierno actúe con transparencia y con coherencia, de modo tal que las dudas puedan disiparse y que las libertades cívicas y los derechos ciudadanos solamente se afecten en la medida de lo estrictamente necesario.
Alguna vez, en el contexto de la emergencia que ocasionó el huracán Mitch, escuché de un funcionario de gobierno comentar que el gabinete se había plantado el desafío de lograr manejar la emergencia sin restringir las libertades cívicas y los derechos de los ciudadanos. Pensé para mis adentros que, realmente, esa es la actitud correcta, desde un punto de vista ético público.
En ese orden de ideas, los poderes públicos deben plantearse siempre, como uno de los desafíos más importantes del gobernar, conseguir que todos los ciudadanos puedan disfrutar hasta el mayor límite posible de sus libertades y derechos. Es más, un criterio de valoración de cualquier gobierno es, me parece, precisamente ese.
Por otra parte, volviendo al principio, los ciudadanos no son tontos. Ellos están, por así decirlo, en la calle. se dan cuenta de la realidad, la palpan y, aunque no sean infalibles, son capaces de percibir cuándo un gobierno sacrifica sus libertades y derechos para proteger los intereses de un partido, cubrir las responsabilidades de una administración o para minimizar las críticas o la oposición.
Desafortunadamente, en nuestra región del mundo se han presentado recientemente actitudes autoritarias o intolerantes graves por parte de ciertos gobernantes y, ante tales circunstancias es imperativo recordar el pensamiento aquel de que “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 14 de julio de 2021.
Cabalmente, el meollo del asunto es que se está coartando la libertad y derechos de los ciudadanos tratando de evitar la muy obvia incapacidad de varios gobernantes de turno, empezando por el presidente.