Soy consciente de que, sobre las nociones de “derechas” y de “liberalismo”, se han escrito volúmenes enteros. No pretendo, así, en un artículo de prensa, más que añadir uno que otro matiz que, ojalá, puedan ser interesantes.
Para empezar, “las derechas” persiguen el ejercicio hegemónico del poder político, del mismo modo que “las izquierdas”. Su propósito, pues, no es meramente teórico, académico o ético sino de incidir en la acción político-partidista. El liberalismo, por su lado, es una doctrina político-social, una teoría político- económica o una visión ética de la condición humana. Puede haber y ha habido partidos políticos que se autodenominan “liberales”, dando a entender que abrazan los principios del liberalismo o que, de llegar al ejercicio del poder, se guiarían por las teorías del liberalismo para resolver los incontables dilemas de política pública que se presentan a todo gobierno.
Así pues, creo que las derechas pueden hacer propios —y a veces lo han hecho—ciertos principios del liberalismo y no sería de extrañar que acudan a teorías liberales sobre las finanzas públicas, la política monetaria, el comercio internacional, los servicios públicos, etcétera; empero, al mismo tiempo pueden adoptar medidas contrarias a los principios liberales. Esto último depende, me parece, por lo general, de una percibida necesidad de promover el “proyecto político”.
Entonces, un partido de derechas que, a su vez, haya hecho propias algunas de las visiones del liberalismo, enfrentado ante una situación que ponga en peligro su proyecto político, no dudaría ni un instante en adoptar medidas antiliberales. Si, por ejemplo, de entre sus patrocinadores, es decir, quienes con recursos financieros y alianzas estratégicas lo respaldan, algún grupo quedara en situación vulnerable al bajar en los mercados internacionales el precio de sus productos de exportación, un partido de derecha no dudaría en usar del poder estatal para hacer menos vulnerable la situación de sus patrocinadores. — ¿Por qué no? —dirían justificándose—en todas partes del mundo lo hacen.
Y, efectivamente, en todas partes del mundo, con mayor o menor espacio de maniobra —dependiendo de las reglas de la Constitución—, un partido de derecha iría en ayuda de sus patrocinadores, aunque para eso tuvieran que adoptar medidas antiliberales.
Los partidos de derechas no entienden los derechos de propiedad, en general, como instrumentos jurídico-institucionales indispensables para asignar de manera máximamente eficiente los recursos en una economía, sino más bien como un presupuesto dogmático del régimen económico-social. Así, una expropiación (indemnizada a valor de mercado, por supuesto) en la teoría liberal no es más que una técnica para reducir los costes de transacción en caso, por ejemplo, de que un propietario se encuentre en posición de derivar para si mismo rentas monopolísticas de cara al desarrollo de un proyecto de infraestructuras de interés público. Para las derechas políticas, una expropiación —incluso indemnizada—, es anatema.
No afirmo que, en un régimen dominado por un partido de derechas, no pudiera darse una expropiación, sino que, en un régimen tal, la excepción al principio dogmático de la propiedad privada sólo se justificaría en beneficio del proyecto político de largo plazo.
En materia de moralidad o de ética personal, de acuerdo con la teoría liberal, el Estado no tiene que meterse. Es verdad que hay ciertos problemas jurídicos que también son morales. La protección de la vida y de la dignidad del ser humano, es uno de ellos. Pero, en la doctrina liberal, la protección de esos bienes jurídicos no persigue imponer un canon ético o un principio moral, sino salvaguardar un derecho individual. Los partidos de derechas, en cambio, en ocasiones hacen propias las visiones morales de sus patrocinadores o, por lo menos, del denominador común de sus patrocinadores, una vez más, en aras de promover un proyecto político algunas de cuyos postulados ideológicos pueden coincidir con las teorías del liberalismo, por no siempre ni necesariamente.
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