Una de las conquistas más significativas del ser humano, y que hasta nuestros días distingue los regímenes autoritarios de los que son respetuosos de los derechos del hombre, es la noción de que el Estado se constituye y organiza para garantizar el ejercicio de los derechos y libertades de los habitantes del país. El objeto principal del Estado, entonces, es la protección de dichos derechos y libertades, pudiendo añadirse otras funciones que, naturalmente, no deben contrariarlos.
Actualmente, son muy pocos los Estados que no declaren de alguna manera, por medio de su Constitución, por ejemplo, que no existen para proteger los derechos y libertades de sus habitantes. Incluso los talibanes han declarado públicamente, al llegar al poder, que respetarán los derechos de las mujeres y las niñas y las libertades de toda la población.
Por supuesto que no es tan importante qué digan los instrumentos fundamentales, políticos y jurídicos del Estado, en cuanto a la protección de los derechos y libertades de los habitantes del país, sino hasta qué punto eso sea así en la vida real. Muchas se ha dicho que las normas jurídicas no se aplican por sí mismas, sino que hace falta contar con instituciones que, de manera estable y predecible, las hagan valer.
Con ese telón de fondo viene a cuento la cuestión, que se suscitó la semana pasada, de si, aprobado un estado de calamidad pública por el Gobierno, conserva su vigencia aunque no sea ratificado o aprobado con modificaciones por el Congreso, después del plazo constitucional y legal de tres días que tiene para hacerlo.
Para resolver esa cuestión debe recordarse que un estado de calamidad es uno de los “estados de excepción”. De excepción a la regla general, como fin principal del Estado, de mantener en el goce de sus derechos y libertades a los habitantes del país.
En ese sentido, afirmar que un estado de calamidad pública conserva su vigencia mientras el Congreso de la República no lo impruebe equivale a decir que la excepción es la regla general. Equivale a dar un carácter de “normalidad” a lo que la Constitución y la Ley de Orden Público dan un carácter de excepción a la normalidad.
La idea de que sea necesaria una ratificación por parte del Congreso de un estado de excepción, es que exista un mecanismo de control de la facultad del Poder Ejecutivo de dejar de cumplir el principal fin del Estado y la obligación que caracteriza a la República de Guatemala como un Estado de derecho. Y, es que el ejercicio del poder en un régimen constitucional que incorpora la conocida técnica de que sea el poder el que limite al poder —según la frase acuñada por Montesquieu—, siempre está sujeto a cuestionamientos, a límites y al llamado “juego democrático”.
Sobre este último punto, es importante que los debates al seno del parlamento sean públicos y que, así, los ciudadanos puedan entender por qué una determinada mayoría concede o niega al Ejecutivo la ratificación de un estado de excepción. Esto es fundamental pues, evidentemente, tampoco conviene a la adecuada gestión de una situación de emergencia que, por motivos meramente partidistas, se niegue dicha ratificación.
En ese orden de ideas, el escrutinio público, mediado por una prensa independiente, se convierte en la llave de cierre del sistema, en el mecanismo de control de última instancia, en la última palabra, que es la palabra de los ciudadanos.
Eduardo Mayora Alvarado
Guatemala, 21 de agosto de 2021.
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