Tratando de recordar un poco la idea de la Independencia que, por lo menos a los guatemaltecos de mi generación nos transmitieron en el colegio, se trata de una historia épica. Tanto los habitantes de Guatemala como los de sus hermanas centroamericanas vivían sin libertad, gobernados por “otros”, los españoles. Pero, unos anhelos nobles e irreprimibles de ser los dueños de su destino y de llevar en sus propias manos las riendas de su gobierno, movieron a los próceres, seguidos por los pueblos de todas las provincias del otrora Reino de Guatemala, a lograr “sin choque sangriento” la preciada emancipación.
Y, a no dudarlo, debe haber habido muchos centroamericanos que, imbuidos de las corrientes de la filosofía política de la época, hondamente impresionados por el extraordinario desarrollo de los Estados Unidos de América como nación nueva, animados por las luchas independentistas de los propios españoles contra los invasores bonapartistas, pero sobre todo inspirados en los movimientos liderados por héroes sudamericanos como Simón Bolívar, José de San Martín y Bernardo O’Higgins, abrigaban un sueño ardiente por un “gobierno libre”, la “soberanía del pueblo”, un “gobierno de leyes y no de hombres”.
De ahí en adelante, a lo largo de dos siglos, generación tras generación, no ha dejado de haber ciudadanos comprometidos con esos ideales que, sin embargo, han tenido que enfrentarse con otros que, realmente, han tenido otras visiones del mundo y de las cosas o una ambición desordenada por el poder y un afán descarrilado por las riquezas.
Como alguna vez he dicho en relación con el Bicentenario, la idea de la Independencia, hoy, tendría que significar un compromiso con unos ideales. Un compromiso del pueblo y de sus líderes. No es nada fácil lograr vivir en “libertad bajo la ley” y son relativamente pocos los pueblos que lo han conseguido.
Ese compromiso debe ser de todos y cada uno de los ciudadanos, pero la responsabilidad de fijar la ruta, de mostrar el camino, es de las élites. Quizás pueda considerarse una paradoja por algunos el hecho de que, en los países en que triunfan los ideales, las élites no tienen privilegios sino sólo responsabilidades. Es en los países en que fracasan los valores del derecho, es decir, la libertad, la seguridad y la justicia, en los que las élites exigen o se arrogan privilegios.
Y es que la Independencia no ocurre un día a una hora determinada. No. Hay que conquistarla todos los días porque, el autogobierno, la autodeterminación, el reconocimiento como un miembro de pleno derecho en la sociedad de las naciones libres del mundo dependen de que, en la realidad cotidiana, se cumplan determinadas condiciones.
Para empezar, los derechos y libertades de las personas tienen que respetarse siempre por lo gobernantes y, si alguna vez fuesen violados, debe existir la posibilidad real de apelar a un juez independiente que, sin más miramiento que por la Ley y los principios universales del derecho y la justicia, debe tutelar efectivamente esos derechos.
La protección solidaria de los débiles y de los desvalidos no compete, solamente, a las instituciones del Estado; pero su responsabilidad de articular los medios y canales por los cuales fluyan recursos para reconocer, en la práctica, la dignidad humana, me parece, es innegable.
La Independencia está en un compromiso ciudadano incesante por hacer realidad todos esos principios y valores y el ejercicio del liderazgo necesario para hacerlo fructificar.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 13 de septiembre de 2021.
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