Quizás no sea una exageración afirmar que la vida política de Guatemala, desde la fundación de la república, nunca ha discurrido, por un período largo de tiempo, sin sobresaltos, tensiones, conflictos o confrontaciones que se materialicen fuera del proceso político institucionalizado. En toda sociedad políticamente organizada se presentan de tiempo en tiempo todas esas situaciones; sin embargo, en aquellas cuyas instituciones son funcionales, la mayor parte de dichos conflictos, tensiones, etcétera, se suscitan dentro de los cauces institucionales formales.
Esta es una diferencia de fondo. Por ejemplo, cuando los debates parlamentarios no reflejan las posiciones de cada partido o coalición ahí representados, sino solamente son una “mala obra de teatro” que poco o nada tiene que ver con la realidad, el proceso político pierde credibilidad. Eso no significa que nunca puedan o deban darse negociaciones a puerta cerrada, sino que las posiciones asumidas por cada partido o coalición en relación con cada asunto de la vida pública del Estado, cuando se plantea a los ciudadanos, deben justificarse en función de la visión del bien común de cada partido político y deben constituir un compromiso ante sus correligionarios y los ciudadanos que hayan votado por ellos.
Lo mismo puede decirse de los propios partidos políticos. Los debates sobre qué posición debe adoptar un partido en relación con cualquier asunto de la vida nacional debe ser público, sustantivo y formal. No puede ser sólo una discusión privada entre los diez “dueños” del partido. Cuando en ese tipo de dinámicas se consuma la actividad partidaria, los partidos pierden relevancia como instituciones políticas. Dejan de ser vistos como tales, pierden credibilidad y carecen de relevancia porque sus posiciones son fruto y consecuencia de componendas secretas, de discusiones privadas, de negociaciones ocultas.
En pocas palabras, las instituciones políticas tienen que ser el ámbito en el que las cosas pasen en realidad y no solamente una apariencia de institucionalidad. Por supuesto, eso, en caso de que se aspire a ser una sociedad políticamente organizada sobre los cimientos de unas instituciones legales y no sujeta a la voluntad más o menos arbitraria de pequeños grupos de personas que han sabido adquirir una “membrecía en el club”.
Creo que, en general, lo dicho arriba se tiene bastante claro por el ciudadano medio; sin embargo, quizás no esté tan claro el hecho de que todas las administraciones públicas son, a la postre, el reflejo de la salud o la enfermedad de las instituciones políticas.
Las administraciones públicas tienen una importancia gigantesca en la vida de toda persona. Desde su partida de nacimiento hasta la de defunción, pasando por las constancias de carencia de antecedentes penales, por su DPI, por su licencia de conducir y su pasaporte, por su patente de empresa, por el título académico o profesional, por la licencia de construcción de su vivienda, por el registro de su hipoteca y un largo “etcétera”, las administraciones públicas pueden hacer la vida de una persona razonable o insoportable.
Y la pregunta que se impone es: ¿de dónde salen los cuadros de las administraciones públicas? La respuesta, a nivel formal e ideal, la da la Constitución: las relaciones del Estado y sus entidades con sus trabajadores se rigen por la Ley de Servicio Civil. Esta ley, ninguna otra, mucho menos los pactos colectivos de condiciones de trabajo, debiera regular, con fundamento en méritos de capacidad, idoneidad y honradez el acceso a un cargo público y su permanencia en él (Artículos 107 y 113). Se exceptúa a las entidades autónomas cuyas propias leyes o disposiciones rijan esa relación, que, de todas formas, deben reflejar los mismos principios de capacidad, etc.
Pero ¿qué pasa cuando las instituciones políticas son disfuncionales? ¿Cómo afecta eso la integración de las administraciones públicas? La afecta directa y radicalmente. De las instituciones políticas han de surgir los candidatos a los altos cargos públicos en los Poderes Legislativo y Ejecutivo; de estos órganos surgen las leyes y reglamentos y los presupuestos estatales. Es decir, el dinero, las reglas y la responsabilidad de hacerlas valer.
Así, la disfuncionalidad de esas instituciones políticas trae consecuencias tales como que, en lugar de que sea con base en la Ley de Servicio Civil y con fundamento en méritos de capacidad, idoneidad y honradez que se rijan las relaciones del Estado con sus trabajadores, sea con base en pactos colectivos negociados a puerta cerrada que todo eso se cueza.
Eso tiene por objeto, naturalmente, contravenir otra disposición constitucional que prohíbe que los sindicatos de los trabajadores del Estado participen en política partidista (Arto. 116). En efecto, la relación que se entable es muy sencilla: los políticos conceden prebendas en los pactos colectivos que cuecen a puerta cerrada y los sindicatos, los votos para ganar la siguiente elección.
Las buenas noticias son que, todo eso, puede reformarse. No es fácil, pero tampoco imposible.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 22 de octubre de 2021.
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