Creo que cada individuo y cada organización tiene ciertas ventajas competitivas que pueden ser la clave del éxito en determinadas circunstancias sociales, pero, en otras, pueden ser de poca utilidad. De ahí que, en general, quienes en cualquier momento determinado se encuentran en una buena posición, son más bien reacios al cambio. Adoptan una actitud más bien conservadora.
Esto puede o no ser problemático dependiendo, principalmente, de si en las circunstancias prevalecientes hay una porción importante del conjunto de la sociedad que carece de los medios necesarios para satisfacer sus necesidades y de oportunidades razonables para conseguir dichos medios. Cuando, como en Guatemala, esa porción del conglomerado social que carece de medios y de oportunidades es muy amplia, la idea de mantener, con una actitud conservadora, las circunstancias existentes, es problemática.
Entre otras cosas, se presta a que se plantee un argumento, digamos, “dialéctico”. Es la idea de que los que están en una situación favorable mantienen el status quo a costa de los que sufren privaciones. El problema con ese argumento es que no esgrime la idea de que, en general, es lógico que un individuo o un grupo que en determinadas circunstancias esté en buena situación sea refractario al cambio, sino que su buena situación depende de la mala situación de otros grupos o personas.
Como a un nivel intuitivo la condición humana se entiende por la generalidad de las personas como un “juego de suma cero” (lo que tu ganas yo lo pierdo), este tipo de argumentos suele tener cierto arrastre. Ahora, después de tantas promesas incumplidas por partidos y grupos que lo han esgrimido, quizás tenga menos tracción; sin embargo, cuando la media de los votantes es tan joven como en Guatemala, no hay experiencia suficiente de la cuál sacar lecciones.
Creo que el único antídoto en contra de ese riesgo –del éxito del argumento dialéctico—es, precisamente, plantear un cambio de circunstancias. ¿En qué dirección?
Bueno, muchas veces he opinado que la falencia más grave del Estado guatemalteco está en la falta de independencia de sus instituciones de justicia y, como consecuencia de ello, que en lugar del imperio del derecho en muchas situaciones de la vida pública más bien se impongan el poder y el dinero, fuera de sus cauces legales, y la violencia y la coacción, fuera del Estado.
Al lado de esa falencia hay otras dos, creo yo, de casi la misma importancia. Me refiero a que el proceso político está en manos de partidos políticos que, salvo honrosas excepciones, han dejado de ser instituciones representativas intermediarias entre los ciudadanos y los poderes públicos. Muchos partidos se han convertido en una especie de “organizaciones de negocios” que captan “inversores” para conseguir un triunfo electoral que, después, permita recuperar la “inversión” y sus “réditos”. Por otro lado, el Servicio Civil, como organización profesional y técnica a disposición de las administraciones públicas, casi ha desaparecido. En su lugar, algunos de los sindicatos de trabajadores del Estado negocian con políticos y funcionarios públicos una serie prebendas y ventajas a cambio de su respaldo en la arena política.
Todo eso es insostenible y debe cambiar. Las instituciones de justicia deben reestructurarse constitucionalmente para conseguir su independencia de quienes buscan impunidad; los partidos deben reestructurarse legalmente para conseguir su independencia de quienes quieren convertirlas en un negocio; y el servicio civil debe reestructurarse legalmente para conseguir su independencia de quienes lo han convertido en un mecanismo de extorsión de prebendas sin rendición de cuentas. Son cambios que solamente tendrían un grupo perdedor: los que viven de la corrupción.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 4 de enero de 2022.
Eduardo Mayora
Sé el primero en comentar