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¿Somos estables?

La estabilidad política es una idea muy importante en muchos sentidos y aspectos de la vida de toda sociedad y en todos los tiempos. Generalmente, cuando la estabilidad política se alcanza, la economía, las ciencias y las artes progresan y todo lo contrario cuando se pierde. Yo pienso que, realmente, no hay una línea divisoria entre la estabilidad y la inestabilidad política, sino que, metafóricamente hablando, es como un espectro en el que, del lado de la inestabilidad, se arranca en la frontera con la guerra civil y, del lado de la estabilidad, se llega a las puertas de los consensos multipartidistas para todos los aspectos fundamentales para la sociedad y el Estado.

Y así, en medio de esos dos extremos, la antesala de la guerra y las puertas del consenso, cada país, cada régimen, goza de mayor o de menor estabilidad y esa condición es constantemente cambiante, si bien marginalmente. De cuando en cuando se producen cambios más drásticos y la frecuencia de dichos cambios drásticos permite, entre otras cosas, calificar un determinado país de políticamente estable o inestable.

Creo que la humanidad ha aprendido que la estabilidad política no puede imponerse. Que es consecuencia de que se produzcan ciertas condiciones. Quizás la más importante de ellas sea la creencia, a nivel racional, y la sensación, a nivel de las experiencias de la vida diaria, de una porción muy importante de la población de que hay ciertos principios y reglas fundamentales que, por lo general, respetan tanto los gobernados como los gobernantes.

Si, por ejemplo, una importante mayoría ciudadana cree que las reglas fundamentales del Estado dan lugar a procedimientos de designación de sus magistrados y jueces de tal manera que puedan actuar con independencia y si, además, en su vida cotidiana enfrentan experiencias que confirman esa creencia, es muy probable que ese Estado goce de significativa estabilidad política.

¿Por qué me refiero a los jueces y magistrados específicamente? Como es bien conocido, hace apenas unos meses que, en la democracia constitucional más importante del mundo, en los Estados Unidos, el presidente que se presentaba a la reelección alegó la comisión de un fraude electoral por cuyo medio le robaron las elecciones. ¿Qué pasó después?

Después de eso los inconformes acudieron a la justicia y presentaron entre cincuenta y sesenta acciones legales (https://www.reuters.com/article/uk-factcheck-courts-election-idUSKBN2AF1G1 https://www.usatoday.com/in-depth/news/politics/elections/2021/01/06/trumps-failed-efforts-overturn-election-numbers/4130307001/) ante diversos jueces estatales y federales. Hasta el momento, nadie ha cuestionado las resoluciones de esos jueces, en términos de tratarse de resoluciones de jueces que carecen de independencia. La fuerza de sus resoluciones descansa, precisamente, en eso.

Es verdad que hay muchos partidarios del señor Trump y del Partido Republicano que, según ciertas encuestas, creen que las elecciones le fueron arrebatadas ilegalmente. Sin embargo, no es una creencia que haya llegado al punto de afectar la estabilidad política de los Estados Unidos.

El punto que, creo yo, ilustra este ejemplo es que es inevitable que haya conflictos políticos hasta en las democracias más maduras del mundo y que la polarización ideológica puede exacerbarlos (https://www.economist.com/leaders/2022/01/01/how-to-think-about-the-threat-to-american-democracy). Sin embargo, la estabilidad política se pierde, realmente, cuando las instituciones del Estado llamadas a ser el árbitro definitivo, esto es, el Poder Judicial, no gozan de credibilidad por su falta de independencia.

Esto debiera llevar a comprender a todos aquellos que se afanan aquí por tener magistrados y jueces “de su lado” que, paradójicamente, si llegaran a lograrlo, esa misma circunstancia sería la mayor fuente de inestabilidad política del régimen que quisieran prolongar.

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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