Por supuesto, el o la próxima Fiscal General debe ser una persona honrada, capaz, de reconocida honorabilidad e idónea. Supóngase que esté claro qué significan los tres primeros requisitos, ¿cómo sería posible determinar la idoneidad en cualquier precandidato o candidato? Creo que ésta es la cuestión de fondo más importante de todas.
Para sustentar ese aserto he de recordar que, hace cosa de alrededor de un par de siglos, el ejercicio de la acción penal fue pasando de manos privadas al Estado. Antes de que iniciara ese proceso, ciertos órganos de seguridad y orden del Estado, como la Policía, principalmente, ponían a disposición de la justicia a quienes hubiesen sido encontrados en delito flagrante o a quienes hubiesen sido denunciados con suficientes indicios de culpabilidad. Pero el ejercicio de la acción penal como tal, es decir, ese conjunto de actividades de investigación, de análisis de los elementos de convicción, de estudio de tácticas para demostrar la comisión de un delito, de formulación de una acusación, etcétera, estaba en manos de abogados privados pagados por sus clientes. Pero, entre otras cosas, se llegó a entender a lo largo de un prolongado proceso de reflexión que, realmente, un delincuente no afecta solamente a su víctima cuando comete un crimen.
Este no es el lugar para tratar de cómo evolucionó el proceso penal y la noción de la acción penal pública, pero es importante poner de relieve que por regla general se sustrajo del control de la víctima y su abogado porque la delincuencia también enferma a la sociedad. Cuando por ejemplo este diario informa sobre la tasa de extorsiones por año que se producen en Guatemala y cómo ese delito ha ido en aumento, muchos de los integrantes de la sociedad experimentan una sensación de vulnerabilidad, de inseguridad y de indefensión. Cuando se publica el Índice de Percepción de Corrupción y se hace público que Guatemala ocupa uno de los peores lugares en la región latinoamericana, los inversores, los empresarios, los ahorristas, los ciudadanos experimentan una profunda indignación.
El ejercicio de la acción penal pública conlleva, entonces, mucho poder. Se puede ejercer para bien o para mal. Para hacer frente a la delincuencia común, a la corrupción y para edificar el Estado de derecho, todo lo cual requiere de lo dicho al principio y de ser “idóneo”. Y esto, me parece, significa ser un ciudadano que ha demostrado a lo largo de su vida personal y profesional tener principios, ser independiente y una vocación cívica superior.
Hablo de principios como la veracidad y la rectitud, el respeto por la dignidad humana y un sentido de responsabilidad por sus acciones. Un candidato que pertenezca a un partido político, que integre los cuadros de un grupo de interés o que represente sectores determinados de la vida nacional no podría, aunque quisiera, actuar con independencia. Una persona que no se considere interpelada por sus propias convicciones a luchar por la consecución de ideales como el del imperio del derecho y la justicia, ni siquiera sería capaz de entender la naturaleza de las funciones del cargo de Fiscal General.
Un fiscal general debe contar con la libertad de criterio necesario para determinar la diferencia entre una persecución política y una denuncia fundamentada; entre formalismos jurídicos convertidos en el pelo en la sopa y cuestiones de fondo que justifiquen el ejercicio de la acción penal; entre la comisión de faltas administrativas y verdaderos actos de corrupción; entre una mera venganza y el clamor auténtico por la justicia.
En pocas palabras, un fiscal general es el funcionario de la república a quien corresponde evitar que la acción penal pública se instrumentalice para perseguir a un enemigo político, para desacreditar a un competidor, para materializar una venganza privada, para calumniar a un funcionario público honesto, pero también para evitar que los verdaderos delitos queden impunes.
Eduardo Mayor Alvarado
Guatemala 9 de febrero de 2022
Eduardo Mayora
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