Si uno echa una mirada a la evolución en Guatemala de institutos jurídicos como las acciones de inconstitucionalidad y las acciones de amparo se observa, me parece, que sus fronteras se han ido ampliando. Para ilustrar el punto pongo apenas dos ejemplos. Uno, el caso de la noción de la razonabilidad de los actos legislativos, como condición de su validez constitucional y, el otro, las acciones de amparo para la defensa de intereses difusos.
En términos llanos, la noción de la razonabilidad de las leyes significa que el Congreso de la República no puede promulgar, con expectativas de validez constitucional, cualquier norma que se le antoje media vez cumpla con los requisitos formales y procedimentales establecidos constitucionalmente. Además de cumplir esos requisitos, una norma legal debe poder considerarse un medio idóneo para conseguir un fin que, a su vez, debe encajar en los que la Constitución prevé como fines del Estado.
La posibilidad de defender intereses difusos por medio de la acción de amparo abre la puerta a cualquier persona u organización a pedir amparo en contra de una autoridad que viole una norma constitucional o legal, aunque quien promueva el amparo no sea el personal ni directamente agraviado. Basta que quien plantee la acción denuncie la infracción de un derecho difuso.
Hace unas tres décadas estas doctrinas existían apenas embrionariamente en nuestra jurisdicción; en la actualidad forman parte de su acervo constitucional. Para efectos prácticos, esta expansión de las fronteras del poder de los jueces y tribunales comunes y, principalmente, de la Corte de Constitucionalidad, ha cambiado el peso específico de cada órgano del Estado.
Hoy en día, un juez de primera instancia de la capital o de cualquier departamento puede detener la marcha de una hidroeléctrica, frenar los efectos de una ley o declarar inaplicable, por inconstitucional, un reglamento promulgado por el Presidente de la República. Si un juez penal concede o deniega una medida sustitutiva a un procesado, un tribunal de amparo puede revertir la decisión; si el TSE cancela la inscripción de un partido político, un juez puede, mediante un amparo, revertir esa decisión. Claro está, en todos esos casos cabe una apelación a la CC, pero, mientras eso se resuelve, los efectos del amparo o suspensión provisional, según fuera el caso, pueden hacer una diferencia enorme.
Y, así, todos los sectores de la vida nacional han descubierto que, efectivamente, los jueces y los tribunales colegiados tienen más poder que nunca. ¿Qué han hecho en consecuencia? ¿Procurar que todos ellos sean verdaderamente independientes? ¡No! ¡Todo lo contrario! En mayor o en menor grado cada uno de esos sectores ha procurado tener algún nivel de influencia, directa o indirecta, sobre los “operadores de justicia”. Y lo han ido logrando.
La aparición de la CICIG no cambió mucho todo esto al principio, pero, creo yo, durante sus últimos cuatro o cinco años si se abrió una suerte de paréntesis. No totalmente, mas sí hasta un punto claramente perceptible por todos los sectores involucrados. Es interesante que, mientras algunos
celebraron que, finalmente, había ciertas condiciones de independencia judicial otros sostuvieron justamente lo contrario. Que la política se había judicializado y la justicia se había politizado.
De cara al futuro de este país, de su posible desarrollo en todo aspecto, ¿no sería mejor que el siguiente capítulo de la historia del Poder Judicial de Guatemala fuera el de la independencia judicial?
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 15 de febrero de 202
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