La Constitución Política de la República fue promulgada en 1985 y reformada parcialmente en 1994. Fue recibida, por lo menos al nivel del discurso público dominante de la época, como la Magna Carta del retorno a la democracia. Como suele ser el caso en cosas de política, de moral, de religión y de fútbol, le dirán que depende de a quién usted le pregunte, durante las dos constituciones anteriores y sus respectivos estatutos de gobierno transitorios, Guatemala vivió, bien bajo “gobiernos militares”, bien en una “democracia en guerra” asediada por la insurgencia marxista.
Mi opinión es que ninguna de esas visiones radicales del acontecer político de aquella época refleja fielmente la realidad que, no solamente es mucho más compleja, sino más interesante.
Ese retorno a la democracia tampoco refleja, me parece, lo que en la realidad ha ocurrido a lo largo de estas tres décadas y media, pletóricas de luces y sombras en términos de casi todos los elementos principales de un régimen llamado democrático. Me refiero a que, si bien se han reconocido como válidos a los procesos electorales a nivel formal, en muchos de ellos se ha permitido o negado la participación a candidatos que pudieran haber significado diferencias significativas en el devenir de la vida pública nacional y que los grandes partidos de una época —que consiguieron mayorías absolutas en el Congreso— son ahora uno más entre una constelación de micro partidos que, en muchos casos, ni siquiera tienen una ideología definida.
En cuanto a la justicia se refiere, el Organismo Judicial fue acechado desde muy temprano por facciones partidistas y las reformas de 1994 no fueron capaces de evitar que se viera enredado entre las luchas por el poder político. La Corte de Constitucionalidad, que fue quizás la novedad más importante de la Constitución de 1985, comenzó en manos de un elenco de juristas guatemaltecos notables y, ante la crisis del llamado autogolpe del expresidente Jorge Serrano, jugó un papel de suma importancia. De ahí en adelante, una vez más, dependiendo de a quién usted le pregunte, hay sectores de la izquierda que tildan a algunas magistraturas de parcialidad hacia las derechas y hay grupos de derecha que señalan a otras magistraturas de impulsar una agenda de izquierda.
El experimento con las comisiones de postulación ha sido uno de los menos exitosos. Muchos opinan que, para dominar los procesos de postulación y elección de los magistrados integrantes de la Corte Suprema y otros tribunales colegiados surgió una verdadera madeja de alianzas y redes que, en negociaciones tras bambalinas, repartieron las nóminas y los cargos. El golpe asestado a la independencia judicial y de otras instituciones del sector ha sido devastador pues, recurriendo a la metáfora del fútbol, muchos llegaron a la conclusión de que, si no vas a tener un árbitro imparcial, mejor es que esté de tu lado.
Y éste, me parece, es el principal problema que deriva de las reglas de la Constitución. En cierto modo, un Estado de derecho no puede llegar a surgir sino de unos jueces y tribunales independientes que, paso a paso, crean expectativas que se cumplen con razonable consistencia y congruencia.
Prácticamente todas y cada una de las reglas de una constitución están sujetas a disputas o diferencias de opinión. Ya sea sobre los alcances de los derechos individuales, sobre las exigencias de los derechos sociales y económicos, o sobre las facultades de cada uno de los poderes del Estado, todas sus disposiciones son susceptibles de entenderse en más de un sentido y con diferentes alcances.
Y ahí es donde entra en juego de manera tan fundamental todo el sistema de justicia. Porque no solamente corresponde a la CC cumplir y hacer cumplir la Constitución, es deber, también, de todos los demás órganos judiciales. Y, entonces, una constitución puede ser buena, mala o regular, pero si los órganos jurisdiccionales que deben aplicarla a los innumerables casos que en el curso de la vida pública se van presentando carecen de la independencia, que es presupuesto de la imparcialidad, pues, claramente, entonces, nada puede marchar bien.
Uno de los conjuntos de reglas de la Constitución que, a pesar de haber sido desarrolladas legislativamente, no han dado buenos frutos son, precisamente, las de la conformación del sistema de justicia. Desde la postulación hasta la elección y nombramiento de los funcionarios judiciales, un proceso tras otro se ha convertido en un escándalo tras otro. Y, de ese modo, no es posible que la población, los partidos de oposición o las organizaciones de la sociedad civil tengan confianza en el sistema ni que se realice en la práctica el ideal del Estado de derecho.
Los empresarios no pueden contar con la seguridad jurídica de sus inversiones, a menos que consigan algún nivel de control sobre el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Pero, obviamente, el hecho de que consiguieran cualquier nivel de control sobre magistrados y jueces implicaría, automáticamente, que esos funcionarios judiciales perdieran independencia y credibilidad.
Otro conjunto de reglas que ha dado lugar a las más perniciosas interpretaciones es el relativo al servicio civil y su relación con la posibilidad de que los funcionarios y empleados públicos puedan ejercer el derecho de huelga. La síntesis de este conjunto de normas en la práctica ha sido la conformación de sindicatos politizados que, contando con la posibilidad real de dar o quitar el triunfo electoral a cualquier partido o coalición de partidos políticos, negocian y obtienen plazas, cargos, prebendas y todo un régimen que nada o casi nada tiene que ver con la idea –también plasmada en la Constitución– de que el ejercicio de toda función pública se base en el mérito, idoneidad y honorabilidad de quien aspire a integrar el servicio público.
El régimen electoral es excesivamente escueto, dando lugar a que sean los propios destinatarios de las reglas del proceso electoral, es decir, los políticos, los que dicten sus propias reglas. El resultado de esto es ni más ni menos que el esperado. Unas reglas que generan procesos políticos disfuncionales. No afirmo nada que no se viva por todos los ciudadanos. En las elecciones pasadas, las cuatro candidatas punteras en las encuestas fueron descalificadas por una razón u otra. ¿Pueden sus simpatizantes haber quedado conformes con los resultados?
Por consiguiente, de cara al futuro es indispensable una reforma constitucional. Y, sin embargo, algunos sectores muy importantes de la vida nacional temen que el resultado sería todavía peor.
Dependiendo del lado del espectro político en que cada grupo de interés, organización o sector se ubique, las preocupaciones son diferentes. Unos temen por una reforma que termine destruyendo las garantías de la propiedad privada, la libertad de comercio y la de empresa; otros, por la limitación de los derechos a la cultura, a los cuidados de la salud, a una vivienda digna, etcétera; por último, otros se inquietan ante la posibilidad de que se cambien las reglas electorales, dando lugar a alguna forma de bipartidismo (que dejaría fuera del escenario político partidista a numerosos líderes).
Empero, creo que estos temores se deben a que se confunden la parte dogmática con la parte orgánica de la Constitución. Para empezar, la parte dogmática –compuesta por los derechos fundamentales–no se reforma por el poder legislativo más el refrendo ciudadano, sino que por una Asamblea Nacional Constituyente. Por otra parte, los problemas señalados arriba no surgen de la parte dogmática de la Constitución, sino de la parte orgánica.
Tanto las derechas como las izquierdas requieren de un Poder Judicial independiente y de un MP imparcial y profesional; Requieren, por igual, de unas administraciones públicas que funcionen y que rindan cuentas y, por supuesto, no tienen significado alguno sin un proceso político y electoral que funcione y dé credibilidad a los ciudadanos.
Entonces, mi punto es que la reforma constitucional que se teme ¡no es la que hace falta! No hace falta una reforma constitucional que pudiera afectar la sustancia de los derechos de propiedad y de los económicos, sociales y culturales, sino las infraestructuras institucionales de justicia, de servicio civil y de proceso político-electoral que permiten (o impiden) que todos esos derechos se ejerciten adecuadamente.
Estoy convencido de que, mientras derechas e izquierdas no lleguen a un acuerdo para contar con infraestructuras institucionales razonablemente funcionales, van a seguir vengándose las unas de las otras al llegar al poder, precisamente, manipulando dichas estructuras.
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