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Amatitlán; un día nos arrepentiremos.

Ayer, de visita en una ciudad equis, fuera de Guatemala, unos familiares de mi esposa nos llevaron en unas bicicletas que se arriendan en la calle, despachadas por unas torrecillas con un dispositivo electrónico en el que se introduce una tarjeta, y nos llevaron en un recorrido de alrededor de una hora y media a los tres parques grandes de la ciudad, en sus flancos sur y oeste. En uno de ellos, el más grande de los tres, nos explicaron que el bosque de pinos y cipreses, que hoy se extiende frondoso, se fue sembrando entre 1960 y 1970 y que, como esa extensión forma parte de una estepa más bien seca, fue necesario emplear sistemas de riego muy eficientes. Además, hacia el centro del parque, construyeron un pequeño lago artificial con una fuente al centro que, a su vez, sirve para que el agua circule y se oxigene. Era domingo y había unas doce barcas de remos con familias y amigos que disfrutaban de un tiempo espléndido. El parque y su pequeño lago se pueden aprovechar de ese modo principalmente durante la primavera y el verano, pues en el otoño y el invierno ya hace frío.

Al expresar lo hermoso que me parecía el parque, su lago y el ambiente de recreo tan agradable que allí se respiraba, ellos comentaron: –pero, con el clima, el agua abundante, las montañas y volcanes que tienen allá, seguramente esto a ustedes les parece poca cosa.

Siendo objetivos, ese parque y su pequeño lago son hermosos y ofrecen una valiosa opción de recreo para los habitantes de la ciudad, pero, comparados con el Lago de Amatitlán y sus alrededores, pues, es verdad que no rivalizan. Y, sin embargo, no pude hablar de ese bellísimo rincón de Guatemala sin añadir que, día a día, se contamina y envenena a ciencia y paciencia de autoridades y pobladores.

La tragedia –porque no es menos que una tragedia—de la destrucción sistemática del Lago de Amatitlán y de otros recursos acuíferos de Guatemala es consecuencia directa de un proceso político disfuncional que, a su vez, a prohijado una cultura de ilegalidad y corrupción. Una cultura en la que los recursos del Estado, sean financieros, infraestructuras o naturales, como el Lago de Amatitlán, son objeto de depredación y abuso. Esa cultura echa raíces y se extiende gracias al manto de impunidad con que los infractores quedan cubiertos.

El saneamiento del Lago de Amatitlán no plantea un problema técnico; las soluciones son conocidas y se han empleado con éxito en muchos otros cuerpos de agua alrededor del mundo. El problema es que, ante los ojos de las autoridades responsables, una pléyade de urbanizaciones, industrias, explotaciones agrícolas y municipalidades siguen, por acción o por omisión, depositando toneladas de desechos, de sustancias contaminantes y basura.

A la vez que esto ocurre, las reservas de agua potable disminuyen, los manantiales alumbran menos agua y los pozos deben perforarse a cada vez mayor profundidad, secándose más rápidamente. Pero, aunque parezca mentira, prácticamente nadie responde ante la justicia. Si uno busca noticias sobre alguna multa impuesta a una industria por verter sustancias contaminantes a la cuenca del Lago de Amatitlán no encuentra nada. Ni las municipalidades, ni el MP o la PGN promueven una causa penal por delitos contra el medioambiente o una acción civil por los daños ambientales causados por alguno de los miles de infractores. El MARN brilla por su ausencia y a la PCN o a las policías municipales la destrucción de un recurso tan valioso les parece un problema ajeno. Puede que el Lago de Amatitlán esté contaminado, pero el proceso político del que ha sido víctima está podrido.

Eduardo Mayora Alvarado.

Madrid 6 de junio de 2022.

Publicado enArtículos de PrensaSociedad

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