Me ha dado la impresión de que últimamente se ha echado la culpa al cambio climático de catástrofes tales como derrumbes en laderas que sotierran viviendas precarias, que bloquean carreteras, que inundan pueblos y ciudades, que desbordan ríos y otros desastres parecidos; empero, las diferencias marginales en materia de precipitaciones pluviales y de variaciones de temperatura durante los últimos cuarenta años, no explican en su totalidad este tipo de fenómenos.
Si se analiza una foto de satélite de la Ciudad de Guatemala de 1990 y otra de 2020 se puede apreciar que las construcciones precarias en barrancos y laderas han crecido enormemente. El tráfico que circulaba por el tramo interrumpido de la CA-9 sur en 1990 comparado con el que actualmente transita por allí, es una fracción inferior a la mitad. Los asentamientos y caseríos improvisados por casi todo el país se han multiplicado, al igual que ha aumentado el ritmo de la deforestación y de la erosión de los suelos.
Lo que se ha quedado estancado es el desarrollo y mantenimiento de las infraestructuras del país. Hasta en comparación con los demás países de Centroamérica las carreteras y otras infraestructuras de Guatemala son de menor desarrollo por habitante. La culpa, pues, no es del cambio climático sino de unas administraciones públicas incompetentes (quitando a los muy pocos que quedan que cumplen con su deber) y de un proceso político disfuncional cuyos protagonistas –salvo raras excepciones– están enfocados en convertir su paso por la vida pública en un modus vivendi.
Así, lo de la distribución entre diputados y CODEDES del tristemente célebre listado geográfico de obras, las llamadas “plazas fantasmas”, el tráfico de puestos y cargos, las innumerables “asesorías” asignadas con lujo de nepotismo, los pactos colectivos leoninos (además de inconstitucionales), las licitaciones amañandas (y las fracasadas), etcétera, son la explicación de casi todas estas catástrofes.
Por supuesto, los empresarios y sus organizaciones se quejan de las millonarias pérdidas y detrás de todas estas ineficiencias e imprevisiones, una mayoría silenciosa de millones de víctimas anónimas han de salir todavía más temprano a sus trabajos, a sus estudios, a sus negocios y, por supuesto, regresan más tarde y con menos seguridad.
La falta de planificación es lacerante. Es un insulto en su cara a los contribuyentes de los miles de millones de quetzales que, año con año, se dilapidan o se gastan en cosas intrascendentes, en salarios de funcionarios que, cuando no bloquean una actividad económica sin razón de fondo, por lo menos, estorban. El famoso Libramiento de Chimaltenango se planteó por años antes de iniciarlo (y se hizo mal); el deterioro de la CA-9 está en las páginas de la prensa desde hace más de quince años; los atascos de San Lucas y de Mixco son un problema de más de veinte; de la fragilidad del Puente de Belice sabemos desde hace más de dos décadas; el anillo periférico quedó inconcluso hace más cuarenta años; de la obsolescencia del Aeropuerto la Aurora y sus precariedades se habla desde hace por lo menos tres décadas; en fin, la lista es interminable.
Pero el problema de raíz sigue sin reconocerse: no existe una justicia independiente ante la cual se deduzcan las responsabilidades de todos los que, por acción o por omisión, han llevado al país, paso a paso, del tercero al cuarto mundo; a unos niveles de subdesarrollo que no se justifican. Peor ha sido el retroceso en el respeto a libertades fundamentales y al ideal del Estado de derecho pues, naturalmente, la política sólo puede convertirse en un bazar a costa de la legalidad y de las virtudes cívicas.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 22 de junio de 2022.
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