Soy de opinión que, en las sociedades funcionales en su aspecto político, hay una cierta creencia generalizada en que los órganos del Estado, los funcionarios que los dirigen y los políticos que los llevan a sus cargos, por regla general, actúan tras la consecución del bien común. No todos están de acuerdo sobre el significado de la idea de “bien común” ni sobre la mejor manera de alcanzarlo, pero esos desacuerdos se zanjan, ordenada y pacíficamente, mediante un proceso político que, mediado por partidos políticos creíbles y una prensa independiente, produce un debate público que, en los procesos electorales, da lugar a que una u otra visión sobre la idea de bien común y de cómo realizarlo prevalezca y, por unos años, se ponga a prueba.
El hecho de que haya casos concretos de corrupción en una medida que no deje de ser excepcional y el hecho de que la visión que haya prevalecido en los comicios no produzca resultados favorables para la generalidad de los ciudadanos, produce ciertos niveles de frustración, de inconformidad o de desaliento entre los sectores que más sufren las consecuencias de la corrupción o de las políticas públicas fallidas, pero no lleva a una salida del sistema. Los empresarios siguen cumpliendo con sus obligaciones tributarias, sus contribuciones a la seguridad social, sus obligaciones como patronos y los trabajadores también pagan impuestos, asumen el coste que les corresponde de la seguridad social y negocian con sus empleadores sus condiciones laborales con cierto realismo y razonabilidad.
Cuando los partidos políticos temporalmente en el poder perciben que los niveles de tolerancia han llegado a un límite, procuran reaccionar. Puede que no admitan con franqueza que han fallado, pero hacen lo posible porque las cosas mejoren para las mayorías que pudieran confirmarlos no los manden a la oposición.
Para que un empresario, un profesional o un trabajador decidan pasarse a la economía informal, la situación debe ser desesperada. Para empezar, los controles y mecanismos para sancionarlos por tomar esa ruta para la solución de sus problemas son bastante certeros y, además, los informales no son vistos por sus conciudadanos con buenos ojos. La informalidad económica es objeto de cierta sanción social.
En sociedades disfuncionales en su dimensión política, como creo que desafortunadamente es la guatemalteca, en el sistema formal se queda una minoría. El Estado procura afinar sus controles y con frecuencia decreta castigos draconianos, pero eso no basta para que se produzca un cambio más allá de lo marginal.
La falta de credibilidad en los políticos, en el debate público y, sobre todo, en sus intenciones de actuar tras la realización del bien común, los lleva a la economía sumergida. Y, además, como es una mayoría de la población la que organiza su vida actuando en los mercados negros, tampoco existe una sanción social. Más bien por el contrario, la disposición de una porción gigantesca del conglomerado social a formar parte de la informalidad económica convierte esa decisión en algo perfectamente aceptable.
¿Necesita usted factura?, no es una pregunta ofensiva, incómoda o comprometedora. Si alguien dice: –si me paga en efectivo puedo darle un descuento adicional, muchas veces se agradece y se acepta.
Así, una economía informal extendida significa, creo yo, que los ciudadanos han dejado de creer que los políticos, sus funcionarios y sus programas procuran la realización del bien común. Y, por consiguiente, rescinden su contrato social y se pasan al estado de naturaleza –en el sentido hobbesiano—para encontrar, muchas veces, que allí, el hombre es el lobo del hombre.
Eduardo Mayora Alvarado
Madrid 17 de julio de 2022.
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