Soy de opinión que las administraciones públicas de Guatemala no han ido perdiendo profesionalidad, probidad y eficacia por pura inercia, sino porque se han ido combinando dos factores capaces de crear una “tormenta perfecta”, a saber: primero, que los políticos han ido descubriendo que los “empleados públicos” pueden ser una fuerza electoral decisiva, disciplinada por la dirigencia sindical, que negocia diversos paquetes con los partidos políticos; y segundo, porque ni la ciudadanía en general ni la generalidad de los juristas del país han terminado de entender la naturaleza de la relación que se entabla entre el Estado y las personas que, dentro de sus órganos, desempeñan ciertas funciones públicas.
En la mentalidad que ha informado el régimen de las administraciones públicas en Guatemala ha primado la idea de que hay funcionarios y empleados públicos. En la ciencia de la administración pública contemporánea, sin embargo, solamente hay funcionarios públicos.
Esta no es una diferencia meramente “técnica”, para discutirla entre estudiosos del derecho administrativo o los que estudian la ciencia de la administración pública, sino que tiene unas consecuencias enormes para la vida cotidiana de toda la población. En efecto, si todos y cada uno de quienes integran las administraciones públicas se ven y entienden a sí mismos, y son vistos y entendidos por los ciudadanos, como depositarios de ciertas funciones públicas que deben ejercerse para realizar los fines del Estado, la idea de “empleado público”, simplemente, no encaja.
Cuando todos y cada uno de los que forman parte de los órganos del Estado y sus entidades ejercen un conjunto armónico de funciones orientadas a la realización de los fines del Estado, la naturaleza de sus servicios adquiere otra dimensión. El que realiza unas funciones contables no hace solamente eso, sino que es una de las piezas de una maquinaria existente para realizar los fines del Estado; cuando un asesor técnico da su parecer en un dictamen, no solamente vierte una opinión calificada, sino que contribuye con ella a la realización de los fines del Estado; cuando un director general dicta una resolución para atender la petición de un particular, no solamente tramita un expediente, sino que encauza la petición del interesado dentro dentro de los límites de la Constitución y la ley.
Por consiguiente, los llamados peyorativamente “burócratas”, vistos como funcionarios que con todas y cada una de sus actuaciones han de cooperar a realizar los fines del Estado, adquieren un cariz muy diferente. No son obstáculos ni están para estorbar las iniciativas de los particulares, sino que, bajo las reglas de la Constitución y de la ley, están para contribuir al logro de unos fines que los ciudadanos, por los cauces del proceso político, plasman en la carta magna del Estado. El más importante de esos fines es garantizar el ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos.
De ahí que hablar de relaciones “laborales” entre los funcionarios y el Estado o sus entidades, desnaturaliza las relaciones que deben existir entre los unos y los otros y conduce a aberraciones como los pactos colectivos entre el Estado y “sus trabajadores” a que frecuentemente asistimos en este país. Lógicamente, esa visión destruye la dignidad misma de los cargos que desempeñan quienes integran el servicio civil y, a la vez, las nociones de profesionalidad, probidad y de vocación de servicio público, que han de informar las correspondientes funciones.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 20 de agosto de 2022.
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