El doctor y profesor Rigoberto Juárez-Paz (QEPD), en mi opinión uno de los mejores filósofos que haya tenido Guatemala durante las últimas cuatro décadas, escribió un ensayo sobre el “intencionalismo moral” procurando demostrar cuán erróneo es “el pensar que basta con la intención, o el actuar como si se creyera que nuestro deber es tener buenas intenciones”. Creo que, en buena medida, los bancos estatales o mixtos fueron aceptados por la ciudadanía cuando fueron creados y siguen siendo tolerados –a pesar de su ineficiencia y de lo costosos que son—gracias a esa forma de ver las cosas.
Es probable que algunos de quienes hayan promovido la creación de bancos estatales o mixtos hayan tenido buenas intenciones y de verdad creían que, de esa manera, promovían el bien común o algún tipo de producto financiero clave para el desarrollo social y económico. Otros, me parece, realmente sólo vieron otra oportunidad de oro para aumentar sus cuotas de poder o de dinero. Y, así, esa ciudadanía más bien ingenua y, además, intuitivamente favorable a proyectos y programas estatales para beneficio de las personas de menos ingresos, concurrió con su aprobación silenciosa a dar sustento a iniciativas como las del Crédito Hipotecario Nacional, el Banco de los Trabajadores o el BANRURAL.
Pero, el punto está en que las intenciones con que se hayan concebido esos bancos son incapaces de contrapesar las circunstancias por las cuales los bancos estatales o mixtos no funcionan. Es importante aclarar que esto no se debe a la calidad profesional de quienes se desempeñan en esas instituciones; he tenido la grata experiencia de conocer a un buen número de ellos y, desde luego, el problema no son sus competencias técnicas ni su calidad humana.
El problema está en que, en un sistema bancario como el de Guatemala, en el que cada banco debe ganarse el favor de sus clientes gracias a una combinación acertada de calidad y precio de sus servicios, el hecho de que un banco estatal esté sujeto por ley a un criterio distinto de la maximización del patrimonio y las utilidades de sus accionistas en el largo plazo, obliga a sus administradores a tomar decisiones ineficientes. Es más, si cualquier banco estatal o mixto fuese administrado de la misma manera que un banco privado, eso implicaría que no está cumpliendo los fines para los que ha sido creado.
Los administradores de los bancos privados se ven obligados a ofrecer al bancario los servicios que los consumidores demandan y deben procurar hacerlo con niveles de calidad y a precios competitivos. De lo contrario, los consumidores irán a otros competidores. Y, en el caso de los bancos estatales o mixtos –cuando de verdad realizan el cometido para el que hayan sido creados—los criterios para dedicar recursos a un determinado servicio o producto financiero son otros, inconexos con la eficiencia económica.
En general, el Estado debiera dejar en manos de los particulares las actividades productivas, incluyendo las financieras; sin embargo, si en un momento determinado, por los cauces del proceso político y dentro de los límites de la Constitución, se decidiera que el Estado debe subvencionar el financiamiento a la vivienda, la agricultura o cualquier otra actividad, es totalmente innecesario organizar un banco para ese efecto. Basta con que el Estado ponga a disposición del sistema bancario determinada cantidad de fondos a un coste menor que el coste de mercado y que se prescriba que esos fondos solamente pueden financiar determinado tipo de créditos. De ese modo, también en ese segmento subvencionado del mercado habría competencia, que es el ingrediente clave de la eficiencia económica. Las intenciones, no cuentan.
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