En términos sencillos, hay dos tipos de ley. Uno, establece los órganos de gobierno, las funciones públicas, los requisitos que los interesados deben cumplir para obtener autorizaciones, licencias o permisos de las administraciones públicas del Estado y ciertas obligaciones, como de pagar impuestos, por ejemplo. Además, de manera muy significativa, establecen la forma de hacer valer los derechos ante los jueces y tribunales. El otro tipo, consiste en una serie de reglas de coordinación entre las personas y entre sus organizaciones, tal el caso del derecho de los bienes, del de los contratos, del de los títulos de crédito, del de propiedad, etcétera.
Hasta antes de la Revolución Francesa y de la subsecuente codificación napoleónica, este segundo tipo de ley no se promulgaba por el Estado. Las reglas de coordinación entre las personas y sus organizaciones eran materia de jueces y juristas. En la tradición jurídica anglosajona continuó siéndolo, pero en la tradición continental europea, este segundo tipo de ley también pasó a ser promulgada por el Poder Legislativo del Estado como requisito de validez.
Ahora bien, el ordenamiento jurídico dejó previsto que este tipo de ley (la que sirve para que las personas y sus organizaciones puedan coordinarse entre sí) se fuese ajustando a la realidad concreta y que evolucionara a la luz de los asuntos de la vida ordinaria. Entre otras cosas, se estableció lo que se llama “recurso de casación” para que el Tribunal o Corte de Casación fuera terminando de esculpir, a la luz de los casos concretos de la vida social y económica, las reglas que previamente habían sido promulgadas por el Poder Legislativo.
De esa manera y por medio de las obras publicadas por los estudiosos del derecho, ese primer dato, la Ley promulgada, adquiere otras dos dimensiones que son indispensables para que ese proceso de “coordinación” pueda ocurrir con eficiencia, generando así mayor prosperidad para todos.
No es posible exagerar la importancia de dicho proceso de coordinación en la sociedad. Por su medio, cada persona u organización de personas busca la realización de sus fines, coordinándose con otras, dentro de los diversos mercados que surgen en la sociedad (financiero, de valores, de mercancías, de energía, de telecomunicaciones, de bienes de capital, etc.).
Todos y cada uno de esos mercados surgen con base en el segundo tipo de ley. Pero no solamente con base en las reglas de la ley, sino también de la “doctrina” de casación y la “científica” que desarrollan el significado y alcance de las reglas de la ley a la luz de los casos de la vida real.
Todos los que se coordinan en los mercados se forman expectativas sobre las consecuencias de sus actos y conductas con base en el segundo tipo de ley y las doctrinas de casación y la científica las interpretan y explican para que dichas expectativas puedan llegar a ser razonablemente “ciertas”. En eso estriba la “certeza jurídica”.
Entonces, cuando una sociedad carece de los tratados que estudian la ley y las sentencias de casación que la interpretan, integran y aplican, todos los que actúan en sus mercados van a tientas, especulando sobre el significado de las reglas de la ley a la luz del caso que les atañe y, de ese modo, sus expectativas son, siempre, discutibles. Carecen de certeza jurídica. Pues bien, en este país el Congreso ha declinado su deber de elegir a la Corte de Casación por alrededor ya de tres años y la que está en funciones, de doctrina jurisprudencial sobre derecho sustantivo, prácticamente, no produce nada.
Eduardo Mayora Alvarado
Miami, 5 de noviembre de 2022.
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