Una de las leyendas, deformada, creo yo, tanto por las izquierdas como por las derechas, del llamado período revolucionario es la de la expropiación emprendida por el gobierno de Jacobo Árbenz. Los unos lo han pintado como un esfuerzo modernizador de la economía agrícola latifundista de Guatemala y los otros como una manifestación del comunismo infiltrado en ese gobierno, entre muchas otras versiones.
No es mi intención discutir aquí ese tema, sino plantear la hipótesis de que, a raíz del talante marcadamente ideológico que ha rodeado esta institución jurídica y económica, perfectamente compatible con el liberalismo y el capitalismo, en Guatemala se le ha regulado inadecuadamente y eso ha salido muy caro en muchos aspectos del desarrollo de nuestra economía.
En ese orden de ideas, creo que la idea de expropiación que predomina en Guatemala se entiende de dos maneras. Por un lado, como un acto por el que el Gobierno despoja a alguien de su propiedad o, por otro, como un acto redistributivo tras la consecución del interés general. Se trata de dos simplificaciones muy extremas, pero, me parece, válidas para un análisis a nivel general.
Ninguna de esas ideas corresponde a una noción razonable de la expropiación sujeta a indemnización previa, a valor de mercado, por parte del ente con capacidad expropiatoria. Aquí, la idea clave es la de hacer frente a posiciones oportunistas, en busca de rentas (de ventajas) antieconómicas (que no son derivadas del proceso del mercado). Se dan cuando, por ejemplo, a raíz de la decisión de un ayuntamiento de desarrollar una infraestructura que abarca parte de un terreno, su valor de mercado se multiplica por un factor “N”. Ese cambio de valor no es consecuencia de un proceso de mercado, sino de una decisión de un gobierno local (en este ejemplo) que, legalmente, tendría que ser de utilidad colectiva.
Si uno imagina un área suburbana de doscientas hectáreas, separada del casco urbano por un barranco profundo que impide pasar de la una al otro sin dar un extenso y tardado rodeo, es muy probable que la construcción de un puente incrementaría el valor de los terrenos y propiedades situadas en las dos áreas (o de una parte significativa de ellas). Pero, si al coste del puente tuviera que añadirse el valor post desarrollo de la obra de los terrenos que tuvieran que adquirirse para poder construirla es probable que su coste total llegara a ser antieconómico o imposible de sufragar por el ayuntamiento. Surge así la cuestión de si es justo que los propietarios de los terrenos y construcciones que tuvieran que adquirirse para construir el puente tienen derecho al valor de mercado de sus propiedades una vez que se haya producido la plusvalía generada por el puente. La respuesta es negativa; una inversión de los vecinos, por medio del ayuntamiento, no debe convertirse en una renta a cargo de la colectividad y a favor de los propietarios a un valor que sus bienes no tenían antes de esa inversión.
Y esto es lo que la expropiación indemnizatoria bien entendida procura evitar, que los proyectos de utilidad colectiva enfrenten posiciones oportunistas que los hagan inviables. También resuelve el problema de costes de transacción demasiado altos, como cuando es necesario negociar con cientos de propietarios ubicados a lo largo de un derecho de vía, por ejemplo. La indemnización previa a valor de mercado antes de la inversión pública, estrictamente orientada a proyectos de utilidad colectiva, es indispensable para que, como en el ejemplo de arriba, la propiedad privada suba de valor a la vez que se consigue un objetivo de utilidad colectiva. Por tanto, dejar la declaración de utilidad colectiva en manos del proceso político, del Congreso, como en el caso de Guatemala, no es una solución, por lo general, eficiente.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 18 de diciembre de 2022.
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