Desde hace alrededor de una década y media, más y más temas y circunstancias de la condición humana que, en algunos casos, tienen siglos de ser polémicos, han ido convirtiéndose en batallas ideológicas libradas con vehemencia y hasta con encono. Sea sobre el cambio climático o el aborto, la inclinación sexual o las finanzas sostenibles, la migración o el comercio internacional, la igualdad de género o el racismo, entre muchos otros temas, los partidos políticos, los grupos de interés, los medios de comunicación social, escritores e intelectuales y quienes se expresan por las redes sociales están, todos, prestos a las más increíbles descalificaciones de sus adversarios, a los más despiadados ataques en contra de quienes ven las cosas de otra manera y a las más violentas expresiones sobre todo aquello que no encaje en su ideología. Es una sociedad polarizada.
Se trata, me parece, de fenómenos complejos a los que, por tanto, no cabe atribuir dos o tres causas y ya. Son diversos y numerosos los factores que inciden en los procesos sociales complejos. En esta ocasión he de referirme a dos de ellos que, en mi opinión, son de los que más peso tienen. Uno de ellos es el que he de llamar “financiación estatal” y, el otro, la creciente incomprensión del valor de la tolerancia.
Si uno se fija, por ejemplo, en el tema del cambio de sexo, una persona puede considerarlo moralmente reprochable y otra como uno de los derechos de un ser humano. En la medida en que la forma de ver el cambio de sexo de cada una de ellas se queda en un plano estrictamente personal, ninguna puede reclamarle a la otra cosas tales como: –me obligas a financiar con mis impuestos algo que para mí es inmoral; o bien: –me niegas, por medio de una ley, mi derecho a cambiar de sexo.
Y, entonces, en buena medida, cuando quienes favorecen o están de acuerdo con cualquiera de estos temas exigen que el Estado imponga ciertas prohibiciones o financie su práctica con recursos públicos, la cuestión se politiza. Es decir, criterios morales, religiosos o de creencias personales se convierten en materia de debate en la arena política, unas veces porque los estrategas de ciertos partidos perciben un caudal electoral, otras veces porque se cuelan luchas ideológicas que no son políticas en la vida pública.
Y es en eso, me parece, que la importancia de comprender el enorme valor de la tolerancia en la vida pública asume un relieve medular. En el mundo moderno, es decir, de los últimos dos siglos y fracción, aquellas naciones que fueron haciendo propios los principios fundamentales de la “sociedad abierta”, florecieron y prosperaron gracias a que lo religioso y lo moral se dejó para el fuero interno de la conciencia de cada individuo y lo legal y el orden público se sometió a la jurisdicción de los poderes coercitivos del Estado. Así, nadie que actuara dentro de la ley y el orden público podía ser molestado por el Estado ni por sus conciudadanos en cuanto a su estilo de vida, sus creencias y prácticas morales o religiosas. De ese modo, consiguiendo un “común denominador de ley y orden”, las personas aprendieron a tolerarse. Así, al tolerar a quienes abrigaban creencias diferentes sembraban las semillas de una ética social que les permitía exigir “tengo derecho a que tú también toleres mis creencias y que te abstengas de maniobrar por medio del Gobierno para imponerme las tuyas o para que yo financie sus consecuencias.” Pero, al ir metiendo al Estado en la sopa, mucho de eso se ha ido perdiendo.
Eduardo Mayora Alvarado.
Ciudad de Guatemala 15 de enero de 2022.
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