El ideal democrático, como es bien sabido, ha significado cosas muy diferentes a lo largo de sus alrededor de dos milenios y medio de existencia. También ha tenido diversos significados para los distintos grupos sociales y para los intelectuales que, en general, los representan. Creo que no me equivoco al identificar dos vertientes diferentes y encontradas de dicho ideal. Me refiero a la vertiente que lo entiende más en clave de igualdad y a la que lo enmarca, más bien, como uno de varios contrapesos del poder, para defender la libertad.
Así, una persona que concibe el ideal democrático en la primera vertiente piensa en una “sociedad democrática” en términos de igualdad social. En ella, las instituciones del Estado deben organizarse para conseguir el objetivo de una sociedad cada vez menos desigual. Eso pasa, por ejemplo, por la política tributaria-fiscal. Se grava con impuestos más altos a las personas de más ingresos y el Estado gasta más en las de menos ingresos. Además, ciertos aspectos que condicionan de modo importante el desarrollo de la persona reciben mayores dotaciones de recursos. Quizá el mejor ejemplo sea el de la educación. Quienes consideran que la igualdad social caracteriza a una sociedad democrática, propugnan por un sistema educativo predominantemente estatal, de principio a fin. Además, ha de ser un sistema dotado de recursos que, en la práctica, lo coloque en pie de igualdad con el sector educativo privado y lo mismo en cuanto a la salud, la cultura, el transporte y la cobertura de los principales riesgos de la vida.
Quienes conciben la democracia como uno de los contrapesos del poder, del poder público, específicamente, más bien la relacionan con el valor de la libertad. En ese sentido, la democracia permite a los ciudadanos remover del poder a un gobernante que cruza ciertos límites o que no usa del poder para proteger los derechos y libertades de los habitantes del Estado. Esta visión de la democracia descarta, como impracticable, la capacidad del Estado de conseguir por medio de determinadas políticas públicas niveles altos de igualdad social, sin destruir, al mismo tiempo, la economía. Para ellos, ciertos niveles de desigualdad son al mismo tiempo naturales e inevitables y el objetivo más importante, desde un punto de vista de política económica, es el crecimiento. Una economía que crezca a un ritmo acelerado asegura un mejor nivel de vida para los segmentos sociales de menores ingresos. Puede que los ricos se hagan todavía más ricos, pero los de menos ingresos salen de la pobreza. En definitiva, quienes ven las cosas de este modo plantean que las políticas igualitarias no pueden, a la vez, combatir la pobreza y la desigualdad.
Los que favorecen el ideal de democracia-igualdad apelan a la solidaridad humana, como factor fundamental de la acción individual con proyección social. Sus contrincantes esgrimen la naturaleza humana como es, no como es deseable que fuera; es decir, individuos que actúan para mejorar su propia situación, para sustituir un estado de cosas por otro que, de acuerdo con sus preferencias y valores (que pudieran incluir el altruismo) les arroja mayor satisfacción personal. Ese paradigma de la naturaleza humana explicaría por qué las inversiones privadas descienden cuando los niveles de tributación aumentan y por qué los funcionarios públicos, exentos de la obligación de generar ganancias en cualquier actividad estatal que gestionen —a diferencia de los gerentes de empresa—son administradores ineficientes. Creo que, tras la propaganda electoral y la parafernalia de las campañas políticas, en el fondo, son esas visiones las que están en juego.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 22 de enero de 2023
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