Mi personal experiencia ha sido que, cuando se habla del desarrollo económico de un país, casi automáticamente alguna persona que esté en el grupo de que se trate –sea en un seminario o en una reunión familiar—salta a decir algo así como que: “—la clave, lo primero y lo más fundamental es la educación a la que tenga acceso la población.” Casi inmediatamente todos los demás presentes asienten y hacen propio el comentario.
Así, creo que puede afirmarse que no hay persona en su sano juicio que no favorezca una buena educación, como base para el desarrollo integral de una sociedad. Yo no soy una excepción. No totalmente.
Me refiero a que, como enseñaba el doctor Manuel Ayau, la educación que es valiosa para el desarrollo económico (y otros aspectos de la condición humana) es la que cada persona percibe como valiosa para conseguir sus propósitos y metas en la vida. No son pocos los ejemplos de sociedades bien educadas y hasta muy cultas que, sin embargo, no han gozado un desarrollo económico, digamos, comparable a su nivel educativo. Fue el caso de no pocos países del este de Europa durante poco más de medio siglo y, en nuestra región, ha sido el caso de la sociedad cubana. No afirmo que para los cubanos no haya sido bueno, en algunos sentidos o aspectos, tener un buen nivel educativo, sino que todo ello no ha sido la llave de su desarrollo económico.
Los factores que bloquean el desarrollo económico son, en síntesis, la falta de libertad de formarse, de educarse, en orden a lograr ciertos objetivos, metas o fines que cada persona (o sus padres, hasta cierta edad) consideran dignos del mayor esfuerzo y empeño, así como de invertir los recursos necesarios. Y, en ese sentido, el sistema educativo de Guatemala ha fracasado, porque está basado en premisas equivocadas que, además, han dado lugar a la politización de un sector convertido en grupo de presión y de interés.
En efecto, poco a poco, desde la reforma liberal de 1871, la educación fue pasando a manos del Estado, sea directa o indirectamente. Es verdad que hay colegios privados, pero están obligados a cubrir un contenido oficial dictado por el Ministerio de Educación y los colegios experimentales, contados con los dedos de una mano, están sujetos, también, a autorización ministerial.
De esa manera, los aproximadamente de veintidós millardos de quetzales, aportados cada año por los contribuyentes no por el Estado, se gastan en la enseñanza de programas oficiales que, sólo por pura coincidencia, se corresponden con los planes, propósitos y metas de los educandos o, hasta cierta edad, con las de sus padres.
Desde hace mucho tiempo la cuestión de si debe haber “programas oficiales” formó parte del debate público. En algunos países, como en los Estados Unidos, se consideró necesario para forjar en los hijos de los inmigrantes recién llegados su nueva nacionalidad (y, muchas veces, su nuevo idioma); en algunos países del continente europeo, para erradicar los valores y visiones del antiguo régimen y en buena parte de Latinoamérica, para transmitir la versión oficial de la independencia y, dependiendo de cada época, ciertos enfoques ideológicos también.
El punto es que los programas oficiales nunca han estado en manos, solamente, de pedagogos expertos que se hacen la pregunta de qué le conviene más aprender a los educandos. En cada etapa de la historia de las diversas naciones del orbe los programas oficiales de educación han estado teñidos de sesgos políticos, ideológicos y, en buena parte del mundo, morales y religiosos también. En algunos países, los programas oficiales son, principalmente, un método para indoctrinar a los jóvenes.
¿Qué conviene enseñar a los niños y a los jóvenes? Realmente, esa decisión debiera quedar en manos de los padres de familia. La inmensa mayoría de ellos no tienen conocimientos de pedagogía ni han oído hablar del “Trivium” o del “Quadrivium” como tampoco entienden de métodos didácticos, etcétera. Sin embargo, tienen (casi todos ellos) los incentivos más poderosos que pueda haber, el amor por sus hijos, para averiguar cómo le va a uno si estudia esto o aquello; si estudia aquí o allá; si estudia de ésta o aquella manera. Y eso se averigua imponiéndose de información concreta que está disponible de muchas fuentes.
En efecto, a pesar de los programas oficiales y de su obligatoriedad, los padres de familia se afanan por averiguar, dentro del marco de sus posibilidades financieras, qué escuela o colegio da mejores resultados en general. Preguntan a sus mayores (que ya han vivido esa experiencia), a sus parientes, a amigos o conocidos que estiman conocedores de la materia, navegan por la Internet y visitan blogs de opiniones. Antes de dar cada paso, se informan de los resultados que, para el éxito en la vida, arroja cada opción.
En el caso de Guatemala, creo que la situación es peor todavía pues, no solamente existen sesgos como los indicados arriba, sino que el magisterio estatal está en manos de líderes sindicales que manipulan a “las bases” para objetivos políticos de corto plazo. Compran su adhesión con prebendas injustificables que, al final de cuentas, terminan privando de su dignidad a los maestros, porque ya no mejoran en la carrera magisterial gracias a sus méritos y capacidades, sino gracias a sus lealtades a un grupo de presión y de interés. Dejar en manos de esos líderes y de los políticos con los que negocian la decisión de qué deben aprender los niños y los jóvenes de Guatemala, es una locura.
Eduardo Mayora Alvarado.
Jacksonville, 26 de febrero de 2023
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