Mucho se ha escrito, y con espíritu crítico, de los políticos. Se ha generalizado la idea de que los políticos han dejado de interesarse por la realización del bien común, según se conciba por cada corriente ideológica, y que, en cambio, los mueven intereses personales enfocados en el poder y el dinero. Según una visión del Estado, llamada “romántica” por el profesor James Buchanan, los políticos y funcionarios públicos deben ser apóstoles del bien común, la justicia, la seguridad, etcétera, y ser movidos por el altruismo.
Empero, la naturaleza interesada e individualista del común de los mortales –según Buchanan—no cambia cuando una persona deja la vida privada para dedicarse a la política y, precisamente por eso, la Constitución y las leyes del Estado deben establecer frenos, contrapesos y controles del poder. La concentración de poder o su ejercicio sin controles, parafraseando a lord Acton, corrompe absolutamente.
Ahora bien, los políticos no bajan de naves espaciales ni caen en paracaídas; son electos. Llegan a ocupar determinados cargos una vez son electos por los ciudadanos. Es verdad que, por lo general, entre los ciudadanos y los políticos electos hay unas organizaciones intermediarias llamadas “partidos políticos” y que, según algunos, los partidos políticos determinan la “oferta política”.
Esta es una idea que, creo yo, merece cierta consideración. En el mercado de bienes y servicios quienes los producen o comercializan procuran descubrir y responder a la demanda. Es un proceso muy dinámico en el que, constantemente, los empresarios ensayan con nuevas modalidades, combinaciones o tipos de productos y servicios hasta que un buen día (después de invertir no pocos recursos) descubren aquellos que son demandados o más demandados por los consumidores. Por consiguiente, ¿por qué debiera ser diferente en el caso de los partidos políticos? ¿Por qué en el mercado político el “consumidor/ciudadano” no es el que determina qué productos o servicios y en qué cantidad los demanda?
Es verdad que equiparar el mercado de bienes y servicios y el proceso electoral puede no ser totalmente válido. Los votos no son lo mismo que el dinero y en los mercados la oferta y la demanda han de encontrarse todos los días, mientras que en el proceso político los días de elecciones ocurren cada cierto tiempo. Pero, aun así, está en manos de los ciudadanos mostrar, mediante el ejercicio del voto, qué tipo de oferta política es preferible y cuál es deleznable.
Según algunos comentaristas políticos, fenómenos como el voto nulo, el voto en blanco y el abstencionismo son signos de que la oferta política presentada por los partidos no satisface ni para que valga la pena ir a votar o elegir entre los propuestos. Es probable que esto en parte sea así, aunque eso depende, creo yo, de muchos factores. En cuanto al abstencionismo, por ejemplo, muchas veces hay cierta racionalidad en el ciudadano: –si no sé por quién conviene votar y mi voto en nada cambiará las cosas ¿para qué voy a ir a votar?
En cualquier caso, descontando la necesidad de que un régimen político, sus reglas e instituciones, tomen debida nota del carácter interesado e individualista del común de los mortales –aunque haya algunos seres superiores que merezcan estatuas en las plazas y avenidas–, está claro que los ciudadanos tienen en su mano determinar en una medida importante el tipo de políticos que quisieran elegir. Claro está, esto requiere de una cierta consciencia ciudadana y eso depende de la formación cívica de cada persona en su hogar, en la escuela, en la iglesia, etcétera. Así que, como suele decirse: –cada pueblo tiene el gobierno que se merece.
Eduardo Mayora Alvarado
Varsovia 9 de mayo de 2023.
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