Hace ya casi cuatro siglos ciertos filósofos de la política, es decir, del fenómeno del poder y su ejercicio por unas personas respecto de otras, se hicieron, respecto de los reyes y de los príncipes una pregunta muy sencilla: ¿quién se cree ese para dar órdenes? Diversas respuestas a esa pregunta se habían ido dando en la Antigüedad Clásica, durante la Edad Media y la era del Absolutismo. Regía entonces la doctrina conocida como del derecho divino de los reyes, es decir, que su autoridad venía de Dios.
Traigo esto a propósito de las elecciones generales en Guatemala porque esa pregunta sigue vigente y nunca dejará de serlo. Desde que filósofos como John Locke y otros cuestionaron la autoridad de los reyes, se ha ido desarrollando el ideal del gobierno democrático-representativo y son tantos los aportes a la teoría política y a los principios y presupuestos de un régimen legitimado por la voluntad popular que ya nadie puede ignorarlos.
En ésta y en pasadas elecciones se ha impedido por las autoridades competentes la participación de ciertos candidatos con base en diversas justificaciones legales. Cada ciudadano ha podido formarse una opinión de esas interpretaciones de la Constitución, los tratados en materia de derechos humanos y las leyes que rigen estos procesos. También ha podido considerar si lo dispuesto por esas leyes es de suficiente materialidad como para conformar una condición de la que dependa la inscripción o no de un candidato.
La prosperidad de cualquier Estado presupone una cierta estabilidad política y una cierta credibilidad de su población en sus instituciones. Sobre todo, cuando, como en Guatemala, hay desafíos descomunales que exigen la adopción de medidas y reformas, algunas veces, drásticas. Así, por ejemplo, reformas como la del aparato de justicia, de los regímenes de la seguridad, la educación y la salud públicas sólo pueden emprenderse con base en un respaldo ciudadano sólido, resultado de dicha credibilidad en un proceso electoral justo y transparente.
De cara al futuro deviene indispensable, me parece, revisar las reglas sobre las instituciones y el proceso políticos, de manera que puedan permitir dar una respuesta clara y contundente a la pregunta de ¿quién se cree ése para dar órdenes? No es posible, por ejemplo, que el derecho a ser electo dependa de que, sin importar sus intenciones, un contralor de cuentas formule un reparo a un precandidato que, dados los vericuetos de los procedimientos administrativos y judiciales, tarde años en resolverse. Tampoco tiene lógica ni conviene a la formación de las bases de un partido político que sus líderes deban cuidar cada locución pública que hagan so pena de incurrir en un caso de “campaña política anticipada”.
Y para conseguir promulgar esas reglas, la labor de las universidades y de los institutos científicos es insustituible. En su seno –cuando funcionan de acuerdo con lo que debiera ser su naturaleza—los investigadores y estudiosos analizan y debaten sobre los hechos y circunstancias de los fenómenos políticos y sociales, las soluciones que en otras partes del mundo se han ensayado y sus efectos. Así, proponen a la sociedad medidas concretas para emprender las reformas necesarias. Cuando no se cuenta con estos elementos de juicio, las reglas se aprueban por mayorías parlamentarias transitorias a su conveniencia y con visión de corto plazo. Así es la naturaleza humana y desconocer esa realidad sale muy caro.
Por tanto, a la pregunta de ¿quién se cree ese para dar órdenes? debe poder responderse con claridad y contundencia: se ha presentado a unas elecciones abiertas, transparentes y justas y la mayoría ciudadana lo ha electo. Punto.
Eduardo Mayora Alvarado
Madrid, 18 de junio de 2023.
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