Metafóricamente hablando, un Estado puede gozar de buena salud o estar enfermo. Con esas expresiones y otras se alude a un conjunto de circunstancias que designan una cierta distancia entre las reglas constitucionales y legales vigentes, por un lado, y la realidad, por el otro.
Rara vez hay coincidencia total entre las reglas y la realidad, porque las reglas no las entienden e interpretan las personas del mismo modo y, entonces, lo que para unos puede ser una anomalía constitucional, para otros no. Claro que en esto hay grados de razonabilidad en cuanto a las diversas interpretaciones se refiere, pero no es fácil trazar la línea divisoria.
En las actuales circunstancias de Guatemala se presenta una de esas situaciones “patológicas” del Estado en la que hay dos o más grupos o facciones opuestos que ni siquiera coinciden en cuanto a qué dicen las reglas constitucionales sobre la postulación y elección de los máximos órganos judiciales de la República (para no citar sino un ejemplo).
Como si eso fuera poco, para unos, después de una verdadera fiesta democrática, el “pueblo ha hablado” y hay un ganador legal y legítimo y, aunque parezca increíble, para otros hay graves sospechas de fraude electoral y de intervención extranjera en el proceso. Son posiciones antagónicas tan divergentes que cuesta trabajo imaginar un diálogo sereno capaz de cruzar “el abismo”.
A esa situación ya compleja debe añadirse la dimensión conflictiva en todas las arenas jurídicas. Las denuncias, los señalamientos, los amparos, las diligencias para que se levante la inmunidad y se procese penalmente a los principales protagonistas del bando contrario no cesan y, quienes hoy son demandantes, denunciantes o acusadores, temen que mañana serán denunciados, demandados o acusados (como lo fueron –según afirman—en tiempos de CICIG).
Hay, sin embargo, un punto de convergencia, a saber: ninguno de los bandos confía en la imparcialidad del aparato de justicia que los juzgó entonces, que los juzga ahora o los juzgará mañana. Es decir, ninguno confía en la justicia estando el bando contrario en el poder.
Es imposible saber a ciencia cierta hasta qué punto se justifique esa falta de credibilidad que irradian los órganos de justicia, pero, en la medida en que la abrumadora percepción sea esa, las puertas de salida de la presente crisis política y constitucional se cierran.
En este tipo de circunstancias, en que las divergencias ideológicas, las confrontaciones políticas y las batallas judiciales amenazan con una fractura –ya no solamente fisuras– de la estructura constitucional del Estado parece que la única salida viable es la justicia de transición.
No existe un modelo unívoco de justicia de transición, pero, en general, sus elementos incluyen amnistía de delitos considerados “políticos” (en un sentido práctico, más que técnico), la posibilidad de acogerse a un procedimiento especial para exonerarse de responsabilidades penales, generalmente mediante el pago de algún tipo de reparación al Estado (con o sin obligaciones de admitir o reconocer los hechos) y, todo ello, puesto en manos de unos órganos que, por sus características, puedan inspirar suficiente confianza a ambos bandos.
Lo más importante de un esquema de justicia transicional, empero, es que su función es de “puente” hacia una nueva “justicia definitiva” cuyas características, fundamentos y principios rectores se acuerdan y definen con suficiente precisión. En Guatemala es indispensable que su articulación e implementación pasen por una reforma constitucional, eso sí, estrictamente circunscrita a configurar un sistema sustituto con un régimen que garantice las condiciones nucleares de la justicia: independencia, imparcialidad y confiabilidad.
Eduardo Mayora Alvarado.
Ciudad de Guatemala, 5 de noviembre de 2023.
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