Para cuando preparaba este artículo, la elección de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), de la Corte de Apelaciones y otros tribunales colegiados, es decir, los órganos jurisdiccionales de mayor jerarquía de la república, se había agendado 259 veces por la junta directiva del Congreso de la República (CdR) y esto impone la cuestión, me parece, de si no pueden concretar esa elección o si más bien es que no quieren. Examinemos un poco ambas hipótesis.
No es impensable que los órganos directivos del CdR y sus propios integrantes o sus bancadas hayan encontrado sumamente complejo y difícil llevar a cabo una elección en la que, para cada uno de los candidatos postulados cada uno de los diputados al Congreso deba expresar de qué manera reúnen méritos de capacidad, idoneidad y honradez. Así lo dispuso en su día la Corte de Constitucionalidad (CC). Es un ejercicio que, dependiendo del quórum de cada reunión del CdR podría suponer, en total, alrededor de tres mil exposiciones a lo largo de unos veinte días (suponiendo que fuesen breves y al punto).
Sin embargo, puede esgrimirse que no es esa la única función o mandato que debe cumplir el CdR, sino que además hay temas financieros del Estado, de relaciones internacionales –la aprobación de tratados-, de leyes, de procesos de rendición de cuentas, etcétera y, en suma, surgen asuntos imprevistos, tal el caso de los decretos de emergencia.
Todo eso es verdad y debe añadirse el hecho de que en las reuniones del CdR hay que dedicar cierto tiempo a los aspectos formales y de procedimiento y surgen cuestiones de orden y tácticas dilatorias. Sin embargo de todo eso, han pasado más de cuatro años desde que la aludida sentencia se pronunció y ese solo hecho pone en tela de duda que sea imposible para el CdR haber procedido a cumplir con el mandato constitucional que lo vincula a las reglas de la Ley Fundamental. Pensemos que, para poder descargar esa función constitucional tan central para la vida institucional de la república hubiera hecho falta no veinte, sino doscientos días, aún así, en cosa de un año o un poco más el proceso se hubiese completado.
Consideremos ahora la hipótesis de que, realmente, ni el liderazgo ni la mayoría parlamentaria han querido elegir a los magistrados de los órganos judiciales más importantes del Estado. ¿Qué razones pudieran motivar esa falta de voluntad?
En ese orden de ideas, es imposible soslayar el hecho de que, desde hace alrededor de una década a esta parte, como suele decirse ahora, “la política se ha judicializado”. Es decir, diferencias y conflictos que, en el fondo, realmente son de índole partidista, terminan en un juzgado penal o en un amparo. Y, por supuesto, en un escenario tal, más le vale a uno que el juez no esté sesgado a favor del bando contrario.
Pero la historia de este proceso no comenzó hace una década. Sus antecedentes se hunden en procesos de postulación de magistrados que han tenido lugar desde hace alrededor de treinta años en los que ha salido a la luz pública la intervención de grupos de interés y partidos políticos para influir en las respectivas postulaciones. En definitiva, la justicia se ha politizado.
Esto es muy grave y atenta contra la idea misma de que Guatemala sea o aspire a ser un Estado de derecho. Es imposible que ese ideal, que debiera iluminar la vida pública de la nación, se convierta en una realidad operativa mientras la justicia no se aparte de la política hasta donde sea humanamente posible. Pero las reglas crean incentivos y las normas constitucionales vigentes le ofrecen a los partidos políticos y grupos de interés la posibilidad de intervenir en el proceso, siendo entonces imperativa una reforma.
Eduardo Mayora Alvarado
15 de noviembre de 2023.
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