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¿Tiene futuro aquí la democracia?

En las obras de Aristóteles, hace casi dos mil quinientos años, encontramos ya la idea de que la democracia puede degenerar en demagogia y, según me parece, los ciudadanos de este país así lo han experimentado en no pocas circunstancias de la vida nacional.  No sin su parte de responsabilidad pues, aunque las élites –consciente o inconscientemente—hayan debilitado al Poder Judicial hasta dejarlo a merced de todo tipo de “depredadores”, muchos han preferido salirse del sistema en lugar de plantar cara y exigir a los políticos otro tipo de conducta.

Si uno partiera de la idea de que el diseño constitucional del Poder Judicial, su integración y facultades, fue un error de buena fe, todavía así es injustificable que las élites no hayan hecho nada en cuatro décadas para intentar corregir un error tan grave.  Incluso si uno creyera que los constituyentes del 84-85 y los del 93, posteriormente, metieron a la academia y al Colegio de Abogados y Notarios en la política, condenándolos a una casi total politización, por pura ingenuidad, ¿cómo es posible explicar que, a lo largo de casi cuatro décadas, no sólo no hayan hecho nada las élites para rectificar lo hecho, sino que hayan desperdiciado posibilidades reales de enderezar el entuerto en 1993 –tras la crisis del fallido autogolpe– y en 2017 –cuando se puso sobre el tapete la reforma constitucional de la justicia por la CICIG–.

Pero ¿qué tiene que ver el Poder Judicial con la democracia?  Si alguna vez se ha evidenciado hasta qué punto es clave la independencia del aparato de justicia de la política partidista, ha sido con ocasión de las últimas elecciones.  Era el Poder Judicial, por conducto de sus diversos órganos –jueces y tribunales—quien debía haber hecho valer las reglas de la Constitución y debía haber puesto límites a los embates contra el proceso electoral.  Al Poder Judicial tocaba tutelar los derechos cívicos y políticos de los ciudadanos.  En algunos casos ocurrió, exactamente, lo contrario.

El futuro de la democracia en Guatemala depende, creo yo, de que las élites –de todos los órdenes– se comprometan con dos principios que le subyacen, a saber:  que todos y cada uno participen en la competición democrática tras alguna forma o noción de bien común (que no va a ser la misma para las derechas que las izquierdas, pero eso es lo normal), y que la oposición no se articule sólo para lograr que el partido o coalición que esté en el poder fracase.  Desde el Poder Judicial debe controlarse la legalidad y desde el Tribunal Constitucional debe controlarse la constitucionalidad, en ambos casos, con independencia y coherencia.

Cuando las organizaciones políticas y sus miembros se ven a sí mismos como vehículos para generar riqueza y poder para beneficio propio, el proceso se descarrila con facilidad.  Eso, ya se ha visto de muchas formas y colores durante un par de décadas, como suele ocurrir, con honrosas excepciones. Pero una golondrina, no hace verano.

Esos fenómenos salen a la luz con relativa facilidad y es imposible que los mecanismos sociales, tanto los institucionales, como la prensa, como también los informales, como eso que se llama “vox populi” dejen de comunicarlos. Así, la reacción suele ser un proceso de pérdida de credibilidad generalizada en la política y, cuando cada acto legislativo, cada interpelación o citación, cada punto resolutivo es objeto de negociaciones enfocadas, principalmente, en poder o riqueza para los jugadores, la democracia no tiene futuro.

¿Cómo o de qué manera pueden revertirse esas tendencias? En mi opinión, sin un compromiso firme de las élites con la democracia que se materialice en las reformas indispensables, la democracia sigue en peligro.

 

Eduardo Mayora Alvarado

Ciudad de Guatemala 5 de febrero de 2024.

Publicado enPolítica

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