Al consumidor lo protege, principalmente, una vigorosa competencia de proveedores en mercados abiertos y transparentes. Punto. En casi todas partes la necesidad de generar reglas y órganos públicos especiales para proteger al consumidor suele surgir de servicios masivos prestados por entidades estatales o concesionarios exclusivos —léase: monopolios— que pueden hacer, por tanto, lo que les da la gana con el consumidor. Pero ahí donde hay libertad de entrada a competir por las preferencias de los consumidores, estos ejercen soberanía.
No soy tan ingenuo como para ignorar que, incluso en un marco de libertad de mercado, hay algunos comerciantes que, porque carecen de escrúpulos o porque creen que pueden salirse con la suya, a veces defraudan, engañan o estafan. Pero, eso, es la excepción y, como bien es sabido, legislar con las excepciones en mente es uno de los más antiguos métodos de ese mal endémico de nuestros tiempos llamado “populismo”. Las leyes deben formularse para la generalidad de los casos, dejando a salvo las excepciones como lo que son.
Es verdad que hay empresas que ofrecen servicios o suministros de carácter masivo que hacen publicidad engañosa o incompleta. Ofrecen al público la versión “color de rosa” de sus servicios, sin hablar de las “espinas del rosal”. Y, en algunas ocasiones, es más caro para un consumidor cambiar de proveedor que aceptar a regañadientes cada pinchazo de esas espinas. También es verdad que algunas de esas empresas encarecen o dificultan exageradamente el cierre de una cuenta, procurando mantener así cautivos a sus clientes. Sus mecanismos de cobro son, en ciertos casos, abusivos y, en otros, excesivos. Pero, la otra cara de la moneda es un sistema de justicia engorroso y procedimientos obsoletos que dificultan exigir el cumplimiento de las obligaciones.
Muchos se quejan de esos contratos de letra muy pequeña y cincuenta cláusulas, que todos firman o aceptan con un click sin leerlos. Los más cuidadosos los miran apenas por encima. No pocas veces entre esas cláusulas las hay de intereses por mora, de recargos por este o aquel motivo y otras sorpresas, generalmente, desagradables. Pero, aun así, la siguiente vez que toman uno de esos servicios, tampoco leen el contrato.
El comercio por la Internet es otro de esos fenómenos contemporáneos que igual resuelve necesidades y gustos, que da decepciones. Pero, una vez más, si uno consulta las estadísticas de su crecimiento en todo el mundo, la única conclusión a la que se puede llegar es que los consumidores están, por lo general, satisfechos y ávidos de más opciones.
Así, una ley de protección al consumidor debiera enfocarse en situaciones en que el servicio se preste bajo una concesión o licencia que limita la competencia, salvo que algún órgano público ya regule las tarifas y términos del servicio. Además, puede abarcar problemas de publicidad engañosa o incompleta, de validez y eficacia de la garantía sobre los productos que se ofrezcan en esas condiciones, de contratos de adhesión de manera que las cláusulas limitativas u onerosas se resalten con claridad y simplicidad, de transparencia de las ofertas o promociones y un derecho de retracto en compras al gusto o por importes significativos. Poco más.
En algunos países, por último, ha funcionado muy bien el llamado “arbitraje de consumo”, un medio de resolución de disputas eficiente y poco costoso en el que árbitros independientes designados mediante procedimientos transparentes conocen de los reclamos planteados y los deciden con base en las reglas aplicables y los usos del comercio. Esto funcionaría mucho mejor aquí que la tramitación de denuncias ante un órgano burocrático sujeto a trámites reglamentarios farragosos y costosos para consumidores y comerciantes.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 20 de febrero de 2024
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